Ecuador: la disputa por el relato político

Por Decio Machado

Según Roland Barthes, distinguido semiólogo y filósofo estructuralista del pasado siglo, existe un presencia universal del relato en el mundo cultural humano. “El relato está presente en todos los tiempos, en todos los lugares, en todas las sociedades; el relato comienza con la misma historia de la humanidad; no hay ni ha habido jamás en parte alguna un pueblo sin relatos; todas las clases, todos los grupos humanos, tienen sus relatos (…), el relato está allí como la vida”, escribiría Barthes en su trabajo Introducción al análisis estructural de los relatos, publicado en 1966 en la referencial revista Communications.

En definitiva, los relatos existen desde los albores de la humanidad y como herramienta comunicacional precede, incluso, al origen de la escritura. En los tiempos que corren, la novedad al respecto está en que en un contexto signado por la saturación de información y la economía de la atención, el relato -como técnica de marketing y construcción de realidades- está siendo utilizado sin escrúpulos para reducir la capacidad pensante de los individuos, subordinando la política a la propaganda y amplificando la demagogia a través de las posibilidades virales que la cultura digital ofrece.

Así las cosas, la técnica del relato permitió sustituir al viejo pedagogo político por un nuevo cautivador mediático, quien moldeado por expertos comunicacionales y spin doctors, basa sus estrategias de construcción de imagen y posicionamiento social sobre el aliento de pasiones superficiales y la conversión de la política en espectáculo.

Pues bien y al igual que en otros lugares, hace tiempo ya que la lucha entre interpretaciones se convirtió en el epicentro y la base fundamental del sistema político ecuatoriano.

La explicación de esto en el marco nacional es sencilla y se condensa en la siguiente cita del ya fallecido novelista estadounidense Tom Clancy: “¿La diferencia entre la realidad y la ficción? La ficción siempre tiene sentido”. Y es en esa disputa por el sentido, en esa la batalla de los relatos donde los hechos carecen de importancia, donde el neoconservadurismo político ecuatoriano impone un relato hegemónico que se reafirma en la dialéctica “amigo-enemigo” y que le otorga legitimidad y poder.

Nueva derecha vs vieja izquierda

Tras los débiles gobiernos poscorreístas de Lenín Moreno (2017-2021) y Guillermo Lasso (2021-2023), los cuales sumieron al país en una grave y profunda crisis de gobernabilidad e inseguridad, la aparición de Daniel Noboa en el ecosistema político nacional representa, además de una oportunidad para las élites económicas de alcanzar estabilidad en el poder del Estado, una recomposición en las filas del conservadurismo ecuatoriano alineado, con sus particularidades propias, al ciclo político global de ascenso del campo autoritario-reaccionario.

En un contexto de sociedad en caos, marcado por la polarización política, politización de la justicia, crisis de gobernabilidad y deterioro de la seguridad pública; el gobierno del presidente Noboa representa la configuración de una nueva derecha de acentuado carácter populista y demagógico que permite la articulación de una nueva narrativa y práctica política enraizada en la noción de “guerra”.

Dicha construcción discursiva, basada en la categoría política “amigo-enemigo”, la cual la fue considerada como eje fundamental por el teórico alemán Carl Schmitt en su obra El Concepto de lo Político publicada en 1927, terminó por implantar un relato que se constituye como totalidad a través de una lógica de equivalencia que asocia al enemigo delincuencial del Estado y la sociedad ecuatoriana con el adversario político del actual gobierno. Así las cosas, a la par que el gobierno consolida una frontera antagónica con el correísmo que le da identidad propia y genera emocionalidad social positiva, desarrolla una cadena de equivalencias mediante la cual el correísmo, los grupos de delincuencia organizada (GDO), la corrupción y la vieja política vienen a ser la misma cosa. En paralelo y teniendo en cuenta que no hay victorias políticas sin victorias culturales, el oficialismo va construyendo heurísticos cognitivos mediante los cuales redefine valores sociales e ideológicos en los que enmarca su accionar político.

Lo anterior se encuadra en una estrategia relativamente sencilla, pero a su vez exitosa. Utilizada la penetración del narcotráfico y la espiral de violencia en el país como “doctrina de schock”, con la expedición del Decreto Ejecutivo 111 del 9 de enero de 2024 se declara la existencia de un “conflicto armado interno” en el Ecuador y, a partir de ahí y con legitimación posterior en las urnas, se inaugura la actual política en curso de “mano dura” y militarización social que se evidencia como una herramienta de destrucción de los fundamentos de una -ya de por sí- débil democracia nacional, desvirtuando la competencia política y atentando contra la separación de poderes.

Tras la segunda victoria electoral consecutiva de Daniel Noboa, el pasado 13 de abril, son visibles tres aspectos sobre los cuales se consolida la nueva derecha ecuatoriana:

1. Reagrupamiento de fuerzas políticas conservadoras antes en disputa por la hegemonía de la derecha durante los primeros 18 meses de mandato del presidente Noboa: desaparece la incidencia de María Paula Romo y su formación política del tablero político nacional; se neutralizan las operaciones de ataque y desgaste político organizadas desde el entorno de Guillemo Lasso y espacios afines contra el actual gobierno; se neutralizan las operaciones políticas de los socialcristianos en la Región Costa; y quedan subordinadas al gobierno el resto de las pequeñas facciones políticas de perfil reaccionario y ultrareaccionario.

2. Realineamiento en posiciones pro-oficialistas de prácticamente todo el ecosistema mediático conservador (medios tradicionales, medios digitales y agencias), algunos de estos anteriormente críticos con Daniel Noboa debido a presiones de grupos de capital financiero y en especial por Guillermo Lasso.

3. Reformulación de las relaciones entre la fracción de las élites hoy en el poder (captura del Estado por parte de la Corporación Noboa y entorno afín) con el resto de grupos oligárquicos y el escaso capital emergente en el país, limándose críticas y desconfianzas existentes durante los 18 meses de gestión del primer mandato.

En contraposición a lo anterior, el agotamiento del progresismo como lenguaje y agenda común resulta evidente en la actual coyuntura política nacional. La Revolución Ciudadana es la única fuerza política que tras gobernar durante el pasado ciclo hegemónico progresista (triunfo electoral de Hugo Chávez en 1999 en Venezuela y el fin de gobierno de Rafael Correa en 2017 en Ecuador) no volvió a ganar ninguna elección presidencial en su país.

En la actualidad, tanto el correísmo como el resto de la oposición de izquierdas, ya sean estas de carácter político institucional o político social, muestran que no solamente perdieron las elecciones, sino también la lucha entre interpretaciones que hoy se disputa el sentido común en el campo de la política.

Enmarcados en una coyuntura donde la derecha ecuatoriana renueva liderazgos, reconfigura estructuras organizativas y se dota de un nuevo branding de marca (rebranding); las izquierdas se debilitan y evidencian su incapacidad para dotarse de valor agregado posicionado una propuesta ilusionante, creíble y alternativa al modelo socio-económico y de dominación imperante. Lo anterior, más allá de hacer visible síntomas de crisis ideológica, política y de identificación con las bases; propicia condiciones oportunas para la captura de asambleístas de la Revolución Ciudadana y cooptación de curules del Pachakutik por parte del oficialismo en la Asamblea Nacional, además de facilitar el asalto a la dirección de la CONAIE por parte de sectores afines al gobierno en la próxima convención nacional del movimiento indígena.

Por su parte y en sintonía con lo descrito con anterioridad, en los mundos de la izquierda carente de incidencia política, fruto de su incapacidad para representar algo nuevo, se reeditan movimientos de reagrupamiento político entre reducidos grupos fragmentados de otras izquierdas y pequeños partidos en fase términal.

Cierre de ciclo político

En un contexto de “normalización” de la guerra y en cuyo marco de consecuencias (asesinatos sicariales, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, despojos violentos, extorsión, secuestros, desplazamientos obligados y vulneración de la legalidad vigente por parte del aparato represivo) socialmente se instala la tesis de que tan solo mediante medidas excepcionales -descarga sin moderación de la violencia estatal- es posible combatir a los enemigos que amenazan a la sociedad de derechos. Con ese sentido, la suspensión de derechos y el levantamiento de garantías que protegen a los individuos son presentados como condición sine qua non para la superviviencia. En otros términos, el derecho no puede ser protegido por el derecho; proteger al Estado de derecho contra el terror delincuencial exige violentar el mismo derecho, lo que implica la necesidad de un mayor cierre democrático bajo el fin de garantiza mayor seguridad, reducida esta visión a la regulación y control del “orden público”.

Lo anterior conlleva, no solo un recorte de libertades bajo los criterios de estados de excepción permanentes, sino también el sometimiento en la práctica de los distintos poderes del Estado e instituciones autónomas al poder Ejecutivo.

Es a partir de ahí desde donde establece una clara conexión entre el ethos militarista de una sociedad transversalizada por el miedo, tanto a la inseguridad como a un futuro carente de horizonte económico positivo, y el apoyo de esta a las jerarquías sociales dominadas por una fracción de las élites que capturó recientemente el Estado y lo puso a su servicio.

En un estadio de tan alta excepcionalidad y con una oposición de izquierda en estos momentos carente de fuerza libidinal, la nueva derecha instalada en el poder busca prolongar el mayor tiempo posible la actual situación de parálisis política de sus adversarios, mientras de forma simultánea redefine el campo de lo político y expande los límites de lo socialmente aceptable: centralización del poder, eliminación del check and balances, agudización de la militarización social y redefinición del Estado a funciones punitivas.

Frente a esto, abandonada la ética como una práxis política transformada e inmersa en su propia crisis de identidad, la oposición de izquierdas opta por una lógica de autoafirmación permanente -políticas de Narciso-, generándose una forma de hacer política que dificulta el diálogo y cancela el disenso (separatismo progresista). Lo anteriormente expuesto implica el desestimiento a comprender y encarar la crisis del relato en la que está sumida la izquierda ecuatoriana, o dicho en otras palabras, la renuncia a sincronizar sus narrativas con la subjetividad con una multitud con capacidad de capaz de actuar en común como agente de producción biopolítica.

Así, mientras las izquierdas justifican su fracaso bajo la excusa de la creciente desafección política en la sociedad en general y de los jóvenes en particular, asumiendo que la hegemonía de las nueva derecha ecuatoriana es la consecuencia de una sociedad líquida e irresponsable consigo misma, en realidad vivimos en una ecosistema social hiperpolítizado. Lo anterior no implica el regreso de la política en sentido fuerte, no existe sentido de nostalgia por estructuras de organización con capacidad de movilización de masas, sino la expansión de esta sin mediaciones. Todo se politiza y dicha politización está en la publicidad, en la moda, en los hábitos de consumo, en los gestos, en las formas de comportamiento social y en los valores. Pero lo político ya no organiza estructuras, sino que estructura identidades.

Frente a la actual complejidad hipersubjetivista, racionalistamente convencidas de su razón, las izquierdas aspiran a que más temprano que tarde dicha razón les desea dada; lo cual atenta contra el principio básico de la comunicación política, pues impide escuchar a la sociedad tal y como es en este momento, y construir un “nosotros” bajo criterios de interés compartido.

En este contexto, apunta a poco probable que la Revolución Ciudadana y el conjunto de organizaciones pertenecientes al campo popular tengan una lectura adecuada de la actual coyuntura, la cual se identifica con el cierre de un ciclo político. Todo fin de ciclo implica el inicio un nuevo ciclo político, momento en el cual, más que autoafirmaciones identitarias y soflamas sobre glorias pasadas, lo que se requiere son procesos de resignificación de identidad política: refundar el espacio político suturando la dislocación a través nuevos significados, interpretaciones y perspectivas respecto a las formas de entendimiento y práctica de la política.

En definitiva, lejos de seguir ignorando la política como hecho objetivo que emana de realidades objetivas, las izquierdas necesitan construir un nuevo relato ajustado a la realidad actualmente existente. De hecho, no es posible construir una identidad sin relatos que le den sentido. Pero la instalación de un nuevo relato -el cual para seducir debe incorporar una alta carga emocional, épica y transformadora- implica reinventarse y reinterpretar el contexto, produciendo nuevos conceptos que permitan pensar de una manera nueva lo nuevo, generando incidencia protagónicas en los entornos y mercados conversacionales. Citando al historiador británico Perry Anderson, no es posible seguir con estructuras sin historia, historia sin sujeto y teorías sin verdad; todo lo cual implica un verdadero suicidio de la teoría política y de cualquier intento de explicación racional del mundo y de las relaciones sociales.

Siendo conscientes de la que la realidad es implacable con los errores tácticos y estratégicos, a través del discurso político, más que comunicar, hay que conectar.

En “democracias irritadas”, marcadas más por la frustración y la agitación que por la aspiración y las transformaciones, no entender este principio implica alejarse de la política y la ciudadanía. Es ahí donde la gramática anti-elitista de la nueva derecha (el nuevo Ecuador vs la vieja política) toma ventaja en la disputa por la interpretación de la realidad y el sentido común, o dicho de términos gramscianos, sin la construcción renovada del relato por parte la izquierda no es posible disputar la “concepción del mundo” de la clase dominante que tiende a ser socializada y vivida por las clases dominadas.

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