La economía ni se abre ni se cierra (de cómo el lenguaje, y su degradación, crean ideología)

Por Koldo Unceta

Llevamos tiempo discutiendo sobre la degradación paulatina del lenguaje. Mucho se ha dicho sobre como la cultura digital dominante ha ido generando un léxico crecientemente empobrecido frente a aquel, mucho más matizado, que imperaba en la cultura anterior basada en medios impresos. Sin embargo, parece que, en algunos aspectos, el empobrecimiento y la confusión en el uso del lenguaje son independientes del medio de expresión. Así, durante los meses transcurridos desde que empezó la pandemia, se ha venido produciendo una notable degradación o trivialización en la utilización de algunos términos, como «economía», cuyo uso ha derivado en expresiones, vacías y/o carentes por completo de significado.

En efecto, venimos asistiendo -en mi caso con estupor- al uso de expresiones que reducen y limitan constantemente el ámbito de lo económico, que en los últimos tiempos han llegado a cristalizar en términos como «abrir» o «cerrar» la economía para referir la apertura o cierre temporal de algunos negocios.

Como es sabido, la economía no es otra cosa que la administración o la gestión de los bienes y servicios que precisa la existencia social a lo largo del tiempo para hacer posible la reproducción de la vida humana. En la medida en que hablamos de administrar, de organizar -lo cual se puede hacer de diferentes maneras-, hablamos de un ámbito de debate, de análisis, o de una ciencia social –la economía- que se ocupa de estudiar esas diferentes maneras de administrar los bienes y servicios disponibles, tratando de identificar aquellas que son más eficientes.

De acuerdo a todo ello, es importante tener en cuenta dos aspectos clave a la hora de pensar en términos económicos, o de delimitar el ámbito de lo económico. El primero de ellos tiene que ver con el hecho de que el mundo económico no se reduce a la esfera de lo mercantil. El mercado es una parte de la economía – sin duda muy importante-, pero la economía no se reduce al mercado, pues hay un sinfín de actividades económicas que no se canalizan a través del mismo.

Como ya señalara Polanyi hace casi 80 años, en esa magnífica obra que fue La gran transformación (1), los seres humanos han venido relacionándose e integrándose socialmente mediante tres formas principales que, a lo largo de la historia, han servido para vertebrar y organizar la sociedad de cara a lograr su sustento y su reproducción mediante algún tipo de interacción institucionalizada: la reciprocidad (colaboración mutua, trabajo comunitario, economía familiar, etc.); la redistribución (basada en el reconocimiento de un tercero -el estado u otro tipo de institución- con capacidad de centralizar y repartir con arreglo a algún patrón redistributivo sustentado en la costumbre o en la Ley); y el intercambio a través del mercado (que ha adoptado muy diferentes formas a lo largo de la historia en unos y otros tipos de sociedades, y que supone la posibilidad de una relación entre puntos dispersos o fortuitos del sistema, a partir de un sistema basado en los precios).

Todas estas formas de integración social, de vertebrar u organizar la sociedad mediante una interacción institucionalizada, no se plantean de manera aislada, sino que han coexistido en el seno de casi todas las sociedades. Ciertamente, en la actual economía de mercado, esta última institución –al revés de lo ocurrido en otros contextos históricos y culturales– es claramente hegemónica, y condiciona el funciona- miento social en su conjunto. Pese a ello, y aunque en franca desigualdad, hoy persisten muchas formas de relación no mercantiles cuyo funcionamiento sigue siendo fundamental para la reproducción social. En con- secuencia, es completamente absurdo decir que se cierra o se abre la economía cuando las autoridades deciden limitar el funcionamiento de negocios, comercios o empresas, pues la economía es mucho más que el mercado.

En cualquier caso, el paulatino reduccionismo en el uso del lenguaje económico no es algo nuevo. Se trata de un asunto que viene de lejos y que, de algún modo, tiene relación con un segundo tema que, aunque se encuentra bastante relacionado con el ya apuntado del mercado, merece la pena ser señalado específicamente. Me refiero a la necesidad de contemplar no solo la dimensión productiva de la economía, sino también sus aspectos relacionados con la reproducción. Economía productiva y economía reproductiva son, en efecto, dos universos inseparables e interrelacionados, aunque las corrientes económicas dominantes prescindan de ello, reduciendo todas sus consideraciones y prescripciones al ámbito de la producción. De ese modo, queda sistemáticamente fuera del análisis una gran parte de la economía relacionada con los cuidados y otros aspectos relativos a la reproducción social.

Una de los elementos que, a lo largo de las últimas décadas, más han contribuido a esa marginación de la economía reproductiva es la centralidad adquirida en la elaboración del discurso económico por la noción de crecimiento y su consideración como sinónimo de bienestar. El argumento, sin duda atractivo para el pensamiento económico, es bastante simple: se parte de que el bienestar de las personas se encuentra vinculado a la satisfacción de sus necesidades. A partir de ahí se considera que, aunque el conjunto de necesidades humanas puede ser muy amplio, solo las que son de tipo material son objetivables y cuantificables, medibles. De acuerdo a ello, cuantificar su capacidad productiva nos daría una idea del bienestar alcanzado por una sociedad. Finalmente, como la producción, para poder ser sumada, no puede medirse en toneladas, en litros o en otro tipo de magnitud semejante, la única manera de saber cuánto se produce es medirlo en dinero. De esa forma, el valor monetario de las cosas es lo que acabó, hace ya muchos años, moldeando la noción de producción, y definiendo la idea de crecimiento económico como incremento del PIB/hab.

Desde entonces, nos hemos acostumbrado a oír que «la economía crece», o que «la economía mejora», como sinónimo de un incremento del valor de la producción mercantil (pues sólo lo que adquiere valor en el mercado puede expresarse en dinero). No importa que, paralelamente a ese incremento de la producción, puedan estar empeorando datos fundamentales para evaluar la marcha del sistema económico como la desigualdad, el desempleo, la precariedad, o la calidad de los servicios públicos. La economía «mejora» si se incrementa el valor de lo que produce.

Todo este despropósito tiene mucho que ver con el constante reduccionismo que se ha producido en la consideración de la economía, confundiéndola muchas veces con la crematística, y desprendiéndole de gran parte de su significado original. Los objetivos de la economía (de la correcta administración de los recursos) parecen haberse reducido a la búsqueda del crecimiento económico -como varita mágica que todo lo soluciona, aunque aumente el deterioro social y ambiental-, o a un aumento de la rentabilidad financiera, aunque todo ello se produzca a costa de una menor eficiencia social o ecológica.

Pero lo que resulta ya completamente extravagante es esta nueva expresión según la cual un gobierno puede «abrir» o «cerrar» la economía, en vez de señalar que se permiten o se prohíben temporalmente algunas actividades económicas. La cosa podría pasar por anecdótica si no fuera porque tal expresión tiene un efecto perverso sobre la consideración general de los problemas y las necesidades sociales. Al decir que se abre o se cierra «la economía», para señalar que se regula el funcionamiento de distintas empresas o de determinados negocios, se está, de hecho, desconsiderando la importancia económica de una enorme cantidad de actividades que contribuyen decisivamente al funcionamiento social y a la reproducción de la vida humana.

La realidad es que el hecho de que se cierre un bar o un restaurante no implica que la gente deje de beber o de comer. Significa simplemente que no lo hace a través del mercado, pagando un plus porque le sirvan una bebida o le cocinen la comida. El hecho de que cierren una lavandería, no quiere decir que la gente deje de lavar su ropa. Significa simplemente que debe lavarla en su casa. Y así podríamos poner miles de ejemplos de actividades económicas, fundamentales para el funcionamiento social, que no desaparecen porque se cierren ciertos negocios. Desde el punto de vista económico, tanto significado tiene producir lechugas para autoconsumo que comprarlas en la tienda de comestibles; cobrar una pensión de la Seguridad Social que un salario proveniente de una empresa; o colaborar para el cuidado de un anciano en el hogar que pagar para que lo cuiden en una residencia gestionada por un fondo de inversión…

Y es que la gestión y administración de los recursos no tiene que ver únicamente con el ámbito productivo, ni se reduce a las actividades mercantiles. La vida económica es mucho más que aquella que fluye a través del mercado. Hay mucha gente que cultiva su huerta, que cuida a su familia o a sus amigos, que comparte su tiempo en actividades de voluntariado, que realiza todo tipo de trabajos domésticos o de otra índole, que, en definitiva, aporta un enorme valor desde el punto de vista económico y social, sin que ello tenga necesariamente un componente mercantil. Hay también muchos servicios públicos, que no se rigen por las leyes del mercado, y cuya existencia es fundamental para el sistema económico. El mercado representa una parte de la actividad económica -ciertamente cada vez mayor, dado el acelerado proceso de mercantilización de nuestras sociedades-, pero no es «la economía» en su conjunto. Es absurdo por tanto hablar de que la economía «se abre» o «se cierra» porque se supriman, se abran, o se cierren unos u otros negocios o empresas. Lo lógico sería hablar del cese o del cierre de determinadas actividades, pero no del cese o el cierre de «la economía», pues decir eso es una barbaridad carente por completo de sentido.

El proceso de acelerada mercantilización al que asistimos necesita de, y se basa en, una ideología de mercado, a la vez que la desconsideración de la esfera reproductiva de la economía requiere poner la producción en el centro de todo el análisis. Y para este propósito, el lenguaje resulta fundamental y constituye un arma poderosa para afirmar esa ideología. Por ello, lo que hemos observado en los últimos meses no es sino una vuelta de tuerca más en la misma dirección.

La izquierda, incluidos la mayoría de sus economistas, fue ya seducida en su momento por el poderoso atractivo intelectual de una consideración de lo económico reducida al ámbito de lo cuantificable en términos monetarios, dejando fuera del análisis aspectos fundamentales de la economía indispensables para la reproducción social. Las consecuencias de todo ello no han dejado de manifestarse negativamente en las últimas décadas. Por ello, sorprende que, de nuevo, esa misma izquierda, permanezca otra vez ajena a esta extravagante degradación del lenguaje que permite, como si tal cosa, hablar de economías que «se abren» y que «se cierran». De esa forma, la izquierda vuelve a abandonar un terreno fundamental de confrontación ideológica, como es el del lenguaje, favoreciendo la ausencia de rigor, y contribuyendo al desconcierto general.

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(1) Karl Polanyi (1944), La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. Hay ediciones recientes, como la de Fondo de Cultura Económica, 2018, con Prólogo de Joseph E. Stiglitz e Introducción de Fred Block.

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