[Opinión] Nosotros y los otros, a través del estigma

En 1994, Ruanda, un pequeño país del este del África, de apenas 5’936.000 habitantes a inicios de ese año, vivió uno de los procesos más crueles y traumáticos de la historia contemporánea. En esa nación, con dos grandes pueblos que compartían mucho de su cultura, religión y lengua, en el transcurso de tres meses fueron sistemáticamente asesinadas 900.000 personas, pertenecientes a la minoritaria etnia tutsi. Los ejecutores de ese etnocidio fueron colectivos de militares, paramilitares y civiles enardecidos, del grupo étnico mayoritario, los hutus.

Los orígenes: durante la vida de Ruanda, con fronteras creadas por los colonizadores belgas, estos se aseguraron de mantener la distinción entre ambas etnias, por ejemplo, a través de cartillas de “identificación étnica”, introducidas en 1932. Se encargaron de colocar a tutsis en los cargos de dirección del Estado y, al retirarse a mediados del siglo XX, trataron de garantizar la continuidad de ese modelo basado en el control de esta minoría sobre la mayoría. Rotos los lazos coloniales, la mayoría hutu cuestionó este sistema político y se generaron las condiciones para una guerra civil, con pretensiones de revertir esta situación. Sin entrar en los detalles históricos y políticos, lo cierto es que, entre abril y julio de ese año, fueron asesinados un promedio diario de 30.000 tutsis, seguramente uno de los genocidios más espeluznantes de la historia, que eliminó al 70% de los miembros de dicha etnia. Se los mataba en sus casas, en edificios públicos, en calles y carreteras. Hordas de etnocidas lo hacían a sangre fría, con armas rudimentarias, sin distinción de sexo, edad o clase social.

No apelamos a la candorosa creencia que los ecuatorianos podemos darnos el gran abrazo de la paz, para olvidar todo lo ocurrido.

A lo que vamos: en las semanas previas a la masacre, los altos mandos militares hutus, hostigaron a la minoría de su país a través de todos los medios disponibles. El más usado fue la radio, desde la cual los promotores del inmenso baño de sangre llamaban a matar a quienes ellos llamaban “cucarachas”, literalmente “a aplastarlos como cucarachas”.

Todo genocidio, etnocidio o politicidio, está precedido por una etapa de estigmatización del adversario, primero, y de demonización y negación de su condición humana, después. Llamar a “matar cucarachas”, para justificar el ataque a grupos diferentes, era un paso para negar su pertenencia a nuestra especie y para aflojar las amarras de la compasión de unos individuos hacia otros. Si el otro es una “cucaracha”, y si solo “nosotros” somos personas, se crea el ambiente psicológico para destrozarlos a sangre fría y sin remordimientos. Matar a mujeres y hombres a esta escala, siempre será difícil e injustificable; reducirlos primero a unos insectos, elimina esas barreras morales, para dar paso al asesinato en masa.

Este mecanismo de demonización y negación del carácter humano de un otro social, étnico, religioso o político está en la base de los grandes genocidios. Los ejemplos abundan en la historia de nuestra especie: nazis eliminando a judíos “subhumanos” e “inferiores”. Franceses masacrando con lanzallamas a argelinos “incivilizados” y ajenos a las “virtudes occidentales”. Estalinistas y maoístas ejecutando y dejando morir de hambre, masivamente, a millones de “contrarrevolucionarios”. Estadounidenses echando bombas y napalm sobre millones de civiles vietnamitas y guerrilleros vietcongs, pequeños asiáticos “simios”, dejando sus cuerpos despedazados u horriblemente quemados hasta la muerte. Y un largo etcétera.

La introducción de imágenes demonizadas y bestializadas del otro es un primer paso hacia el escalamiento de tensiones, que luego se transforman en conflictos y, en muchos casos, en abiertas campañas de terrorismo (Estatal o para militar), inclusive, de guerra civil.

¿Por qué esta reflexión a partir de lo ocurrido en Ruanda? Porque el mecanismo de escalamiento casi siempre es el mismo. Porque la estigmatización es un primer e importante paso, que puede poner en marcha un proceso irreversible. En nuestro país, durante estos últimos años, las disputas políticas entre los denominados correístas y anticorreístas, ha ido generando una serie de adjetivos que, en distintos grados, implican un riesgoso proceso de estigmatización: “delincuentes”, “burros”, “borregos”, “florindos”, “ratas” y, aun cuando lo lanzaron por primera vez unos pocos individuos en la última campaña electoral, pudimos leer en redes la terrorífica alusión al otro como “cucarachas” a las que hay que aplastar.

Más allá de nuestras posiciones ideológicas y políticas frente al trasfondo socioeconómico y cultural de esta disputa, es hora de bajar los decibeles de esta confrontación de imaginarios y explosivos estigmas, tomar conciencia de los riesgos de seguirla avivando y entender que la disputa no puede recurrir a términos que demonizan y deshumanizan al prójimo. A diferencia de Ruanda, aquí no hay una gran mayoría que pueda cometer politicidio sobre la otra. Existe un país dividido entre las ya mencionadas dos corrientes, y una tercera parte de ciudadanos que, en los hechos, se suma mayoritariamente a una u otra postura. Hay un ganador de las elecciones, con las reglas de nuestra imperfecta democracia. Tanto sus electores, como los del candidato perdedor, y lo que optaron por el voto no válido, deben ser respetados. Satanizarlos por sus decisiones políticas y electorales no puede estar en la agenda de las y los líderes nacionales y locales. No apelamos a la candorosa creencia que los ecuatorianos podemos darnos el gran abrazo de la paz, para olvidar todo lo ocurrido. Se trata de manejar esas diferencias como lo que son: diferencias de “asociados en conflicto”. Asociados en las causas nacionales. Estamos a tiempo.

Acerca de Enrique Santos Jara 2 Articles
 Guayaquileño, sociólogo, máster en antropología del desarrollo y doctor en psicología. Ha sido profesor e investigador universitario durante casi toda su vida. Actualmente reside en Quito.

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