La inclusión de las mujeres en el quehacer político y electoral del país es un derecho, no un favor. Es una lucha histórica contra la invisibilidad de una democracia con sesgo patriarcal que las mantuvo relegadas de lo público, de la política y que las condenó, casi por dictamen, a cumplir roles secundarios apartadas del poder y la toma de decisiones. Lo cual representa una falla de origen del sistema político ecuatoriano, pese a que esta no limitó su funcionamiento durante cuatro décadas.
Para hacer frente a esta realidad y fomentar la participación política en condiciones de equidad, las reformas electorales al Código de la Democracia –que entraron en vigencia en febrero de 2020– dispusieron a las organizaciones políticas inscribir de manera obligatoria y progresiva a las mujeres como cabezas de lista en las elecciones pluripersonales con un porcentaje mínimo del 15% para el proceso electoral de 2021 hasta llegar al 50% en el año 2025. Sin embargo, los resultados fueron poco alentadores.
De un total de 533 candidatos (hombres y mujeres) que figuraron como cabezas de lista para las dignidades de asambleístas nacionales, provinciales, del exterior y parlamentarios andinos; apenas 157 fueron mujeres, es decir el 29.54%, cifra todavía lejana a los 376 hombres (el 70.55%) que recibieron la confianza de sus partidos y movimientos para cumplir con este rol. Aquí un detalle importante, el mayor número de mujeres que lideraron las listas de sus organizaciones políticas estuvieron en las provincias de: Pastaza (7 de un total de 12 candidatos), Zamora Chinchipe (4 de un total de 8 candidatos), en la Región Amazónica; Manabí, en la Circunscripción 1 Norte (9 de un total de 17 candidatos), en la Región Costa; y, Pichincha, la Circunscripción resto de Pichincha (9 de un total de 17 candidatos). La única dignidad de elección popular en la cual las mujeres lideraron las listas de sus partidos y movimientos en mayor número que los hombres fue en la de parlamentarios andinos (13 de un total de 15 candidatos, es decir el 86.7%). ¿A qué se debe esto? Una respuesta preliminar da cuenta de que las mujeres son designadas a encabezar las listas de sus partidos y movimientos en localidades donde posiblemente no triunfen. Lo cual constituye una nueva forma de exclusión, pues el centro de la política en las capitales de provincia sigue siendo patrimonio exclusivo de los hombres.
A esto se suma que el número de legisladoras en la Asamblea Nacional se redujo de 54 (39.5% del total de parlamentarios en el periodo 2017-2021) a 51 (37.22% en el periodo 2021-2025). Pero no es todo, mientras en las elecciones generales de 2013 las candidatas a asambleístas nacionales llegaron al 49.7% y en 2017 al 48.4%, en el último proceso electoral su participación bajó al 48.2%. Esta reducción contrasta con el incremento de las candidatas a asambleístas provinciales en las elecciones de 2021, en este ámbito la participación de las mujeres alcanzó el 47.3% en comparación con el 46.1% de 2017 y el 46.3% de 2013.
Como se puede evidenciar, la participación de candidatas principales a las distintas dignidades de elección popular, todavía se mantiene por debajo del 50%.
Por otra parte, según datos oficiales del órgano electoral, en las elecciones generales de 2021 la presencia de candidatas mujeres (principales a todas las dignidades) llegó al 47.5%, tan solo 1.2% más que en las elecciones de 2017 y 1.3% por encima de las de 2013.
El rango etario de las mujeres también deja entrever las distinciones y preferencias de las organizaciones políticas a la hora de seleccionar a sus candidatas. Por ejemplo, de un total de 2.247 candidatos principales –entre hombres y mujeres– (a las dignidades de binomio presidencial, asambleístas nacionales, provinciales, del exterior y parlamentarios andinos) las mujeres con edades de 30 a 64 años tuvieron mayor presencia en las listas con 722 candidatas (32.13%); en el caso de las mujeres jóvenes (de 18 a 29 años) su participación se redujo a 326 candidatas (14.50%); mientras que en mujeres con edades de 65 años en adelante su presencia en la conformación de las listas fue únicamente con 20 candidatas (0.89%).
Un dato no menos relevante es el papel de las mujeres jóvenes con edades de 18 a 29 años en las listas. De un total de 484 candidatos principales de ese grupo etario, 326 fueron mujeres (67.4%) y 158 hombres (32.6%). Lo expuesto arroja algunas inquietudes: ¿Qué motiva a los partidos y movimientos a incluir más mujeres jóvenes en sus listas que hombres? ¿Por qué esto no ocurre, por ejemplo, en el caso de las mujeres adultas o de adultas mayores? ¿Es solo un tema de renovación al interior de los partidos, carisma de las candidatas o simple marketing político para captar el voto de los hombres? ¿Cuántas de esas mujeres jóvenes se formaron en los partidos políticos a los que representaron? ¿Cuántas de ellas fueron o son militantes, afiliadas o adherentes?
En todo caso, el problema de la participación equitativa de las mujeres (y los hombres) en la política y los procesos electorales –así como en cualquier otro ámbito– no debe ceñirse de manera exclusiva a la suma de personas, sino a la calidad, compromiso y eficiencia de quienes ejercen y aspiran a ejercer un cargo público. Solo así las sororidades no serán cómplices y encubridoras de la corrupción y el fraude, y las reivindicaciones de las mujeres no serán vaciadas en su esencia por actos proselitistas en su nombre; pues la elección de un mayor número de mujeres no necesariamente implica una mejor administración de la cosa pública, mucho menos la puesta en escena de prácticas republicanas en el quehacer legislativo, aunque sí dota a la democracia de condiciones más equitativas y de un enfoque de género.
La desigualdad estructural que llevan a cuestas las mujeres, se debe combatir con la democratización plena y sincera de partidos y movimientos políticos; la vigilancia estricta del órgano electoral, no solo al cumplimiento formal de la ley, sino a que esta se aplique sin “trampas” y perjuicios políticos y electorales; y, el empoderamiento de quienes decidan cambiar esta realidad.
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