Tampoco se ha investigado lo suficiente sobre la violencia política que ejercen las mujeres que se encuentran en altas representaciones de Estado contra otras que, pese a ser sus pares, reciben un trato discriminatorio.
La violencia política/electoral por razón de género es un hecho infame que merece sanciones ejemplarizadoras, pues desestimula la participación política de las mujeres y merma la calidad de la democracia. Pero esto no justifica que algunas altas funcionarias de Estado –cuestionadas por mantener vigente el andamiaje de corrupción institucionalizada que heredó el correísmo y por el manejo dispendioso de los recursos públicos en tiempos de pandemia y crisis económica– amparen su ineficiencia en el quehacer administrativo y político del país en el discurso de la revictimización para desacreditar –bajo los apelativos de “delitos de odio”, “acoso”, “discriminación”, “machismo”, “misoginia” y otros más que se ventilan con abrumadora ligereza– cualquier acto de fiscalización que provenga de la sociedad civil y política, así como de los medios de comunicación y los periodistas.
¿Acaso estas mujeres (autoridades de Estado) por su condición de género, están exentas de responsabilidad ante la ley? ¿Qué se pretende con esto? ¿Crear falsas sororidades de cara a potenciales indicios de corrupción o mostrar a esta como una práctica particular de un determinado género? Lo innegable es que la revictimización se intenta convertir en una nueva carta de censura, poco criticada por quienes desde el activismo y la militancia política defienden la tesis de que las mujeres cuentan con estándares éticos “más altos” que los hombres.¿Hasta qué punto la falta de oportunidades que tienen las mujeres para acceder a espacios de poder en el Estado sustenta el criterio de que ellas son menos corruptas que los hombres? Tener más mujeres en puestos de jerarquía de las funciones del Estado democratiza –en efecto– el derecho a la participación política en condiciones de equidad, pero su sola presencia no es la panacea contra la corrupción. La prevención, reducción y el combate a la corrupción vienen de la mano de un régimen político e instituciones democráticas estables.
Más allá de lo expuesto, lo cierto es que cuando el periodismo de investigación interpela a las mujeres que se encuentran circunstancialmente en el poder, estas –en lugar de desarrollar sus funciones a través del ejercicio diario de la transparencia y la rendición de cuentas– prefieren apelar a la revictimización como respuesta ante cualquier crítica frente a los indicios de anomalías en su gestión. Lo cual es una práctica poco sana para la democracia, sobre todo porque las mujeres que la fomentan perjudican a otras, ya que crean estereotipos respecto a determinadas conductas y valores políticos vistos como exclusivos de las mujeres, según su condición étnica, dialecto o lugar de procedencia.
Mujeres que reproducen esquemas de gestión patriarcales en las instituciones que gobiernan, las mismas que adolecen de criterios de equidad y paridad de género para el funcionamiento interno de su estructura. Esto es un acto de incoherencia política y violencia de género. Tampoco se ha investigado lo suficiente sobre la violencia política que ejercen las mujeres que se encuentran en altas representaciones de Estado contra otras que, pese a ser sus pares, reciben un trato discriminatorio.
Urge entonces que desde los propios espacios de mujeres, se generen las críticas y reflexiones necesarias para que sus luchas no se desdibujen al tenor de los discursos de funcionarias cuestionadas por “desatinos verbales”, apologías del delito y el uso cuestionable de fondos públicos.
¡La revictimización no es la solución!
* Magíster en Estudios Latinoamericanos, mención Política y Cultura. Licenciado en Comunicación Social. Analista en temas electorales, de comunicación y política.
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