‘Matrix Resurrections’: Contra la policía del deseo

En la cuarta entrega de la saga, la directora Lana Wachowski reflexiona sobre el propio sentido que tiene hacer una nueva película y qué se entiende cuando hablamos de dar al público lo que quiere

Por Jaime Lorite

“Cogieron tu historia, algo que significaba mucho para gente como yo, y la convirtieron en algo trivial. Eso hace Matrix”. 

Bugs, personaje de Matrix Resurrections.

En el moderno contexto audiovisual es normal que el espectador de franquicias sienta que puede obtener lo que quiera. Solo en las últimas Navidades los cines han exhibido, con carácter de acontecimiento, nuevas entregas de Cazafantasmas Spider-Man que cuentan con el regreso de su antiguo reparto. En Netflix, se ha estrenado la cuarta temporada de Cobra Kai, serie secuela de Karate Kid con los actores de la trilogía original. No hay, en general, demasiado espacio para la incertidumbre entre el público que consume ficción popular: siempre va a haber suficiente dinero para pagar a quien sea necesario y generar más episodios, sean mejores o peores. O incluso para quitar de en medio a creadores molestos como George Lucas, que se niegan a dar a la gente lo que quiere, y así poder ofrecer más películas de Star Wars que sean como se suponía que era Star Wars, no como su autor –¡todo un tirano!– decidió que fuese en su dispar trilogía de precuelas.

El singular caso de Lucas, ese desprecio de una parte de los seguidores hacia el director de su saga favorita, se ha visto ahora replicado con muchas de las críticas hacia Lana Wachowski, cocreadora de Matrix, y la reciente cuarta entrega de la saga, Matrix Resurrections, que llega casi 20 años después del cierre de la trilogía y donde la cineasta adopta una actitud beligerante con la idea de ofrecer más de lo mismo, hasta el punto de bromear con esas expectativas en los primeros compases de su metaficcional argumento, en el que las películas existen en forma de videojuegos. En el título original de 1999 las hermanas Wachowski recurrieron a la estética capitalista del fin de la historia y las ideologías planteado por Francis Fukuyama (oficinas, ambiente bursátil, rascacielos…) para retratar la ficción de progreso que las máquinas inoculaban a los seres humanos mientras los mantenían dormidos para usarlos como combustible. En esta nueva entrega, la responsable en solitario de la película ha optado por ilustrar esa falsa sensación de avance utilizando como símil la producción en masa de remakesreboots y secuelas en la industria del entretenimiento, concebidos no para desarrollar las historias, sino para repetirlas en un bucle infinito.

Matrix Resurrections, obviamente, no es un blockbuster al uso, como no lo fueron ninguno de los anteriores trabajos de Lilly y Lana Wachowski, dos de las directoras, sin duda, más ambiciosas y arriesgadas del Hollywood de las últimas décadas. Inusualmente, el momento cumbre de la película no es una gran pelea ni la espectacular consecución de ningún prodigio digital, sino un encuentro íntimo en una cafetería llena de policías. El tema de la vejez y la degradación de los cuerpos, al contrario que en otras películas basadas en poner de nuevo en acción a viejas estrellas para que todo sea como antes, no se elude. Su estructura parece seguir el desarrollo de una disertación de la autora sobre los problemas que conlleva retomar Matrix en 2021 y ser fiel a su retórica revolucionaria. Se representan las malinterpretaciones que se han hecho de la historia o su instrumentalización por parte del “enemigo” (la expresión “tomar la pastilla roja”, en referencia al dilema de las dos pastillas planteado por el personaje de Morfeo en la primera película, forma parte de la jerga neofascista estadounidense y pretende animar a despertar del Matrix que, según ellos, constituye el pensamiento progresista). Por otra parte, se recurre a la tragedia del héroe, Neo, para preguntarse cómo es posible escapar de un sistema que absorbe toda forma de disidencia hasta vaciarla de discurso. No hay que olvidar que Neo, tal y como El Arquitecto revelaba en la segunda entrega, Matrix Reloaded (2003), es una anomalía necesaria para el correcto funcionamiento de Matrix.

Lo interesante es que Lana Wachowski ha apostado fuerte, ha ido más allá de donde fue la trilogía y, lejos de conformarse con retomarla, ha profundizado estimulantemente en su narrativa. Los aspectos que más ampollas han levantado (como la acción, muy diferente a la de las otras películas, o el estilo aséptico del nuevo mundo creado por las máquinas) están justificados en el guion: en el prólogo queda claro que la directora podría haber recuperado todos los viejos rasgos de identidad de la saga si hubiera querido. Pero escoge otro camino, porque Matrix, tras el reseteo del sistema al final de la tercera película, necesariamente ha cambiado. Su directora también ha cambiado: las hermanas Wachowski se encontraban en el armario trans cuando realizaron las entregas originales. El actor Jonathan Groff, que aquí interpreta al nuevo agente Smith, contaba hace poco a Entertainment Weekly cómo Lana Wachowski le había explicado el cambio en su forma de dirigir a partir de reconocerse como mujer: “Antes dibujaba toda la película en storyboard a la manera de una novela gráfica, como forma de tener el control de su narrativa, porque su interior estaba descontrolado. Cuando aceptó su identidad, se abrió a la idea de capturar lo que no se puede controlar”.

Es sobradamente conocida, en ese sentido, la idea de la saga de Matrix como alegoría trans. La insistencia del agente Smith –que, embutido en su traje negro, parecía una encarnación arquetípica y humorística de la autoridad masculina– en referirse a Neo por su antiguo nombre, Thomas Anderson, ahora remite a la misma violencia con que uno de los personajes de la serie Sense8, creada por las Wachowski, se empeña en llamar a su hija trans por su deadname (el nombre que usaba antes de su transición). Tampoco resultan alejadas las tesis de filósofos como Paul B. Preciado sobre la articulación tecnológica del género, reconocible, por ejemplo, en esas emblemáticas cascadas de código binario como limitante idioma de las máquinas en la saga o en la potente decisión de Lana Wachowski de finalizar Sense8 (una historia fantástica de identidades fluidas) deteniéndose, entre los cuerpos de una monumental orgía, en un consolador chorreando.

En el ensayo ¿Quién teme a lo queer? (Ed. Continta Me Tienes, 2021), Víctor Mora escribe: “La temporalidad que está muriendo pero aún habitamos, la que se resiste a abandonar su narración, es la temporalidad de un mundo binario, jerárquico y excluyente por defecto que, a través de tecnologías como el lenguaje, reproduce y legitima su norma/forma. Lo queer, en la teoría, ofrece la oportunidad del verso divergente, un horizonte. (…) Es un asalto narrativo con otras pautas para escribir nuestras identidades y alianzas”. No es extraño pensar en los personajes liberados de Matrix como personajes queer, que ya no se encuentran definidos por el sistema, que son reprimidos en consecuencia y que proyectan exactamente la imagen que tienen de sí mismos, con ropajes de cuero y peinados extravagantes. Pero Matrix Resurrections podría ser la película de la saga donde más a fondo se explora la idea de luchar contra la maquinaria a base de ser lo que se quiere ser, fuera de las acotadas elecciones ilusorias de Matrix.

Aquí, un juego perverso con la nostalgia, la reconstrucción de la memoria y el deseo, casi a la manera de Vértigo (De entre los muertos) (1958) de Hitchcock, impulsa la particular propuesta de Lana Wachowski. Si los relatos se instrumentalizan, dice la directora, es por su potencial alentador. Tras desactivar el mito del viaje del héroe al cuestionar la condición de elegido de Neo en la trilogía original, Wachowski pone por delante los anhelos del personaje (su amor por Trinity) y eso es lo que permite plantar cara a Matrix y desestabilizarlo. Porque Matrix solo puede funcionar mediante la represión del deseo, ofreciendo simulacros de placer y desfogues domesticados. Y definitivamente no dando a la gente lo que quiere, sino lo que la gente cree que quiere.

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