La superposición de funciones ha sido moneda corriente en la historia política nacional. Cada poder del Estado ha caído en la tentación de inmiscuirse en territorios ajenos. Antes, cuando uno de esos poderes (básicamente el Ejecutivo o el Legislativo) extralimitaba sus exigencias y presiones, la salida era un golpe de Estado.
La Constitución de 2008 incorporó la norma de la muerte cruzada justamente para evitar llegar a esos extremos. Se supone que, en un marco de conducta democrática y respeto a las leyes, los conflictos entre funciones del Estado tendrían que dirimirse mediante este mecanismo. No obstante, y dada la atrabiliaria cultura de nuestra clase política, ese propósito luce imposible.
El bloqueo político que vive el país nace precisamente de la informalidad con que las fuerzas políticas manejan las normas. Como ocurre desde la colonia, cualquier forma de poder termina imponiéndose a la ley. Un gobierno, un bloque parlamentario numeroso o un grupo de jueces resultan más decisivos que la propia Constitución a la hora de dirimir las pugnas.
Los episodios vividos en el último año así lo confirman. El primer conato para interferir en otra función del Estado fue la propuesta de crear la mal llamada comisión de la verdad a partir de un oscuro pacto legislativo entre la derecha nebotsista, lassista y correísta. Se pretendía exculpar a los corruptos con un procedimiento totalmente espurio. Y aunque la jugada fracasó, la intención sigue vivita.
La respuesta del oficialismo fue involucrar a la Función Judicial en el conflicto. Interponer una acción de protección judicial para intentar neutralizar una ofensiva de carácter eminentemente político luce –a primera vista y para los legos en asuntos jurídicos– incoherente. La designación de una autoridad legislativa depende fundamentalmente de las mayorías que se logren al interior del organismo parlamentario. No obstante, ahí sigue estancada la Asamblea Nacional por una decisión judicial y por la amenaza de intervención de la Fiscalía.
El gobierno, por su parte, ya contribuyó con su cuota: Lasso anunció olímpicamente que podía gobernar sin la Asamblea Nacional. En política de seguridad y de comercio internacional, al menos, está cumpliendo con su palabra. Mientras la institucionalidad política interna se descompone a pasos agigantados, el régimen ha tomado una serie de decisiones estratégicas acordes con sus objetivos. Es como si transitara por un carril paralelo.
Por un lado, ha adelantado negociaciones con varios países para la suscripción de tratados de libre comercio. Poco le importa que esos acuerdos tengan que ser ratificados por la Asamblea Nacional. Cuando llegue el momento, ya verá cómo se las apaña para superar un eventual bloqueo o chantaje legislativo. Lo que hoy le importa es colocar al Ecuador en la vitrina de los intereses capitalistas globales.
Por otro lado, está apurando su estrategia de seguridad. Para ello cuenta con la aprobación ciudadana, aunque sea a regañadientes. Es tal la inseguridad que la gente está dispuesta a aceptar cualquier medida que mitigue el impacto de la violencia delincuencial, aunque provenga de un gobierno impopular. Pocos se percatan de lo que significa la asesoría israelí en estos temas; ese país aplica políticas de seguridad para una situación de guerra permanente: represión y control social absoluto.
Así, mientras los demás se matan en la Asamblea Nacional, el gobierno sigue orondo con su agenda empresarial autoritaria.
Mayo 12, 2022
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