La última encuesta difundida por la empresa MONITOR tiene un mérito: confirma lo que todos suponíamos, pero que nadie se atrevía a afirmar con cifras. Aunque, la verdad sea dicha, pocos esperábamos que algunos datos fueran tan negativos. Por ejemplo, los que califican la imagen de las Fuerza Armadas, la iglesia católica o los medios de comunicación.
Al margen de cualquier preferencia personal o prurito ideológico, era común que esas tres instituciones obtuvieran porcentajes que superaban el 50 o 60 por ciento de aprobación ciudadana. A fin de cuentas, ese era el reflejo el talante conservador y convencional de la sociedad ecuatoriana. Hoy, sin embargo, parece que el colapso de la mayoría de las instituciones termina arrastrando inclusive a aquellas que gozaban de cierto blindaje contra la impopularidad.
La situación no solo es grave; es peligrosa. Si admitimos que las instituciones son el reflejo de la aceptación colectiva de determinadas normas de convivencia social, la encuesta de marras evidencia la total pérdida de credibilidad y confianza ciudadanas en la institucionalidad del país. O, dicho de otra forma, las instituciones carecen de basamento. Son cascarones vacíos, gigantes con pies de barro.
Pero hay algo aun mas grave: la falta de conciencia de la situación por parte de los responsables. Una suerte de desconexión con la realidad. Al igual que el general que sigue dando órdenes de atacar en medio de la derrota, las cabezas de las principales funciones del Estado le hablan al país como se ejercieran un liderazgo legítimo, reconocido y aceptado por la mayoría de los ecuatorianos. Se comportan como si representaran lo más depurado y sublime de las virtudes cívicas y democráticas. Los primos Saquicela (Virgilio e Iván) todavía no se dan cuenta de que se han hecho creedores al rechazo popular de nueve de cada diez ciudadanos en su condición de presidentes de la Asamblea Nacional y de la Corte Nacional de Justicia.
¿Qué hace posible que las instituciones políticas de un Estado funcionen de esa manera? Frente a esta pregunta, la vieja idea del simulacro recobra su significado. Como señala Néstor García Canclini en su célebre libro Culturas híbridas, las oligarquías latinoamericanas hicieron como que constituían Estado, pero únicamente en función de su lógica de dominación patrimonial premoderna. Los proyectos populistas también hicieron como que incorporaban a los sectores excluidos, pero sin realizar cambios estructurales que aseguraran que esa inclusión fuera real. Lo que quedó fue una máscara, un esquema de disimulos para justificar un manejo arbitrario del poder.
Así, los primos Saquicela pueden generar decisiones institucionales contrarias a la más mínima racionalidad política sin que se les mueva un pelo. Mejor dicho, sin que la sociedad tenga posibilidades de evitarlo. Pueden descabezar a otras instituciones públicas bajo el argumento de su desprestigio. Sin el más mínimo pudor, pretenden arrojar la primera piedra.
Octubre 13, 2022
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