Que el Partido Socialista Ecuatoriano, el partido de izquierda más antiguo del país, tenga como candidato a la alcaldía de Quito a un personaje ideológicamente de derecha no debe sorprender a nadie. Como tampoco debe sorprender la alianza reaccionaria entre socialcristianos y correístas, o las fanescas políticas que ocupan las papeletas electorales en todos los rincones del territorio nacional.
En el fondo, no son más que la manifestación descarnada de la posmodernidad, ese fenómeno civilizatoria que, entres otros impactos, logró demoler dos elementos sobre los cuales el mundo moderno construyó sus referentes políticos durante cinco siglos: la certeza y la firmeza. Así como los conservadores estaban convencidos de que el laicismo terminaría destruyendo a la sociedad, los liberales también estaban convencidos de que el confesionalismo constituía el mayor obstáculo para el progreso y la felicidad humana. Y en esas posiciones podían llegar incluso a la guerra.
La posmodernidad cambió radicalmente estas condiciones. No solo aquí; en el mundo entero. Como afirma Zygmunt Bauman, de la solidez de los principios, valores, creencias y hábitos pasamos a una liquidez carente de formas estables. Todo muta y se adecua permanentemente ante la necesidad vital de mantener vigencia. Hasta la iglesia católica, esa institución que durante dos milenios mantuvo dogmas inamovibles como estrategia de poder, ha tenido que acomodarse a la lógica espiritual del mundo actual. El limbo, el purgatorio y la excomunión de los divorciados –por citar solo algunos ejemplos– fueron desechados mediante un simple acto administrativo.
Bauman utiliza una metáfora muy interesante para explicar la posmodernidad. La sociedad actual –dice– se parece a esa lagartija que atraviesa un río corriendo velozmente sobre la superficie del agua. No nada, tampoco camina. Apenas tiene un contacto instantáneo e imperceptible con el agua, suficiente como para impulsarse y avanzar. La lagartija no puede detenerse ni un segundo, so pena de hundirse. Su objetivo es pasar rápido y por encima.
Los procesos electorales se parecen al río de la metáfora. Los partidos, obviamente, a las lagartijas que buscan atravesarlo con vida. Evitan ante todo tener mensajes o propuestas consistentes, porque implican un peso que podría hundirlos. Mientas más ligeros, inmediatistas y superficiales sean, más posibilidades tienen de llegar con éxito al final de las elecciones. La clave es mantenerse. Si el Tiktok proporciona velocidad y una figura farandulera aporta colorido, entonces para qué cargar con un programa que obliga a detenerse y debatir.
Condenar estas prácticas desde cierta soberbia ética o desde el purismo ideológico no solo resulta inútil, sino impertinente. A fin de cuentas, los partidos políticos son el reflejo de la sociedad. Si la población está entregada al consumo frenético de todos los productos posibles, inclusive de los políticos, los partidos sólidos y estructurados se quedan fuera de las perchas.
La renovación constante, infinita y delirante interpela al mundo de la política, no solo al de la moda. Por eso tenemos 280 organizaciones electorales: para que el votante pueda escoger como en botica.
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