Una consulta ciudadana ha logrado declarar el Yasuní, uno de los lugares más repletos de vida del planeta, libre de explotación petrolera “indefinidamente”
Por Juan Bordera
Un texto en tres partes: un repaso del pasado reciente en la cuestión del clima que este verano se ha desbocado, un Ecuador ilusionante y el análisis obligado del breve margen de maniobra que nos queda para el futuro.
Vivo inmerso en una gran contradicción: soy cada vez más consciente de que voy en un barco que se hunde, pero aún tengo esperanza. Hace apenas dos meses, al calor de los inauditos récords de temperatura oceánicos, alertaba en esta pieza acerca del riesgo de parálisis de las principales corrientes de los océanos. Justo un mes después, llegó este estudio en la revista Nature para confirmar las peores sospechas y además ponerles fecha: este siglo (y tan pronto como esta misma década) podríamos sufrir un colapso de una las corrientes oceánicas más importantes del planeta. El estudio y el debate que ha provocado están dando la vuelta al mundo. Las consecuencias de que realmente ocurra un colapso en la corriente termohalina (cuyo brazo en el Atlántico norte se conoce como AMOC) son difícilmente calculables o predecibles, pese a que ya haya pasado antes. Y ni siquiera es la única corriente importante ralentizándose.
Pero no nos pongamos tremendistas –o nos acusarán ya se imaginan de qué–. Comencemos por repasar las últimas noticias al respecto de la extraordinaria emergencia planetaria que cada vez es más patente, y que en el fondo seguimos negando (al menos en cuanto a tomar medidas acordes se refiere).
En apenas dos meses hemos visto granizadas con piedras de hielo de hasta 15 centímetros de largo en multitud de lugares (en Italia hubo víctimas mortales y más de cien heridos). También inundaciones devastadoras en medio mundo: México, Italia, Noruega, Eslovenia, Chile, India, Japón, Alemania, China, Argentina, y un largo etcétera de países con el que podría seguir la lista. Se está produciendo la tormenta tropical Hillary en Estados Unidos –la primera en más de 80 años en golpear la costa oeste–. Y la anomalía en el crecimiento en el hielo antártico, en pleno invierno austral, está dejando anonadada a la comunidad científica. El calor acumulado en los océanos no deja que el hielo crezca cuando tendría que hacerlo, y así presenciamos un evento que debería ocurrir una vez cada 2,7 millones de años. Y el fenómeno de El Niño, ojo, acaba de comenzar.
Es lo que tiene sobrecalentar los océanos, que la energía se tiene que descargar por algún lado. De hecho, la temperatura oceánica en superficie acostumbra a tocar techo alrededor de abril, nunca en agosto. Hasta este año.
Y por supuesto, en un verano para la historia, entre ola y ola (de calor) también se han despedazado cientos de récords de temperatura en tierra, mar y aire. Sólo faltaba la traca final en forma de fuegos –artificiales, como el de Canarias, que se sabe que fue provocado, o naturales, como los de las turísticas Grecia e Italia, o el estremecedor de Hawái, donde hay cientos de desaparecidos–. Naturales no porque lo sean, sino porque las condiciones de sequías extendidas y cada vez más frecuentes que estamos creando son el caldo seco que se necesita para cultivar megaincendios –además de fallos periódicos en las cosechas–, como los que arrasan Canadá mientras escribo. Vean de manera gráfica la desproporción de lo que está ocurriendo en uno de los países más cercanos al Ártico.
Cuando el hielo y el fuego se dan la mano en una canción repleta de anomalías, peligro. Por el permafrost y por las emisiones de metano, pero este tema es más apropiado que lo dejemos –metafóricamente– para el final. Antes, el Ecuador.
Como digo, cada vez soy más consciente de que voy en un barco que se hunde, pero precisamente por eso, tengo esperanza, y supongo que ahora toca explicar el porqué.
La tengo porque cada vez somos más las personas conscientes de esta realidad, y eso es justo lo que necesitamos para provocar un cambio social. Tengo esperanza, porque aunque el nivel de incomprensión acerca de la gravedad del colapso ecológico en marcha es inmenso, cada vez se escuchan más esas necesarias señales de alarma en los grandes medios de comunicación, que aunque tienen casi infinito margen de mejora para tratar estas cuestiones, forzados por las circunstancias, cada vez están teniendo que informar más y deformar menos. Aunque, seamos sinceros, no basta ni por asomo.
Y, sobre todo, la tengo porque en este verano hemos visto tres grandes victorias que hay que celebrar, defender, y sobre todo replicar. El 21 de junio el gobierno francés decretó oficialmente la ilegalización del movimiento Soulèvements de la Terre, quizá el más ilusionante de Europa. Pues bien, esa sentencia quedó anulada este mes, al menos temporalmente, por la propia justicia francesa.
Otro motivo para la esperanza es el juicio que en Montana (EE.UU.) han ganado unos jóvenes bien organizados. Un juicio que debería sentar precedentes. La sentencia dictamina que los derechos de los demandantes han sido violados por la Ley de Política Ambiental de Montana, que protege los combustibles fósiles. Y hay muchos más juicios que van a seguir produciéndose (y ojalá ganándose) hasta quizá llegar al Nuremberg climático que demandamos muchos, entre otros, el economista David Lizoain, y que permitiría sentar en el banquillo a los grandes responsables de haber llegado a esta situación: las multinacionales energéticas y los gobernantes manifiestamente irresponsables.
Y si hay un motivo para tener esperanza esa es quizá la tercera noticia: Ecuador. En el Yasuní, uno de los lugares más repletos de vida del planeta, sobrevolaba la amenaza de la extracción del petróleo que almacena su rico subsuelo, pero un movimiento ciudadano logró alzar una consulta popular histórica que ha ganado el referéndum y ha conseguido que esa zona sagrada quede libre de explotación “indefinidamente”. También en el Chocó Andino se ha votado en contra de las explotaciones mineras. La democracia participativa organizada por la propia ciudadanía es –sin duda– la manera más efectiva disponible para hacer frente al enorme y urgente reto que tenemos por delante.
Sobre todo, porque los poderes no van a ponerlo fácil, y en el caso del Yasuní, el gobierno de Guillermo Lasso se lavará las manos con petróleo mientras aguante en el poder y, cobardemente, ha amenazado con delegar en el siguiente gobierno la ejecución de lo que la voluntad popular había determinado, para inmediatamente después, al recibir presión mediática nacional e internacional, recular, esperemos que definitivamente.
Una vez cruzado el ecuador metafórico de este texto, queda pendiente hablar de futuro, de estrategias.
Decía ese pozo de sabiduría que era Zygmunt Bauman que las redes sociales eran una trampa, y cada vez es más evidente la razón que tenía. Nos están polarizando y enfrentando. “El yo virtual siempre es más agresivo que el yo real”, le escuché una vez a un sabio. Y eso sin mencionar a los bots pagados y a las redes de desinformación. La organización que necesitamos no tiene que abandonar las redes, pero tiene que conocer sus limitaciones y apostar por recuperar espacios públicos que unan más que separen.
Unas herramientas que podrían y deberían servir para organizarnos mejor, nos están encasillando en nuestras respectivas burbujas y haciéndonos sobrerreaccionar contra quienes difieren lo más mínimo de nuestra forma de pensar. Los muros están para defenderlos, y en eso se han convertido los perfiles de muchas personas e incluso organizaciones, en trincheras.
Urge armarse de paciencia. Tratar de provocar cambios con acciones de desobediencia civil, con consultas y asambleas ciudadanas que permitan entresacar lo mejor de la inteligencia colectiva, con luchas como las relatadas, con procesos judiciales. Con lo que sea. Es obvio que necesitamos diversidad de estrategias, pero las necesitamos atrevidas y lo más cohesionadas posible para dar un golpe al timón del navío. Y las necesitamos rápido. Porque el tiempo para reaccionar se acaba. Paradójicamente, nuestra civilización titánica no se hundirá contra ningún iceberg, sino contra la –cada vez más cercana– falta de los mismos.
Como decía, soy consciente de que voy en un barco que se hunde. Y las fugas del cascote huelen a metano. Quizá sean la prueba definitiva de lo terminal que es la situación: otro estudio revelador sobre la relación entre los cambios en la concentración de metano y los cambios entre los ciclos glacial e interglacial ha atemorizado incluso a eminencias científicas como Stefan Rahmstorf, que, hasta la fecha, había procurado marcar un perfil moderado.
Hablando claro sobre la gravedad de la situación se está logrando que los medios, políticos, científicos e incluso los tribunales se tengan que posicionar. Sólo así, con un debate maduro se podrá quizá tomar alguna medida adecuada. No tenemos tiempo para anestesias. Algunos tenemos juicios pendientes por alertar con peligrosa sangre sabor remolacha sobre lo que está pasando este mismo verano. No esperábamos semejante velocidad, la verdad, pero en la era de la Gran Aceleración un año bien puede valer un mundo.
Cuando las fugas en el barco son tan evidentes, sólo hay esperanza si reconocemos que se hunde. Sólo hay esperanza si nos ponemos con todas nuestras fuerzas y alegrías a taponarlas. Sólo queda lugar para la esperanza si a ella le acompañaba la rabia, energía creativa por excelencia que moviliza siete veces más que la esperanza misma. Y obviamente sólo habrá esperanza si nos organizamos para ponerles límites a aquellos que nunca se los van a poner a sí mismos. Neymar volando a Arabia Saudita. La realeza que pretende ir en helicóptero a la academia militar. Sin limitar el poder de la riqueza de hacer lo que le plazca no-hay-nada-que-hacer. Necesitamos un mundo nuevo para evitar las ruinas que, de lo contrario, vendrán a visitar el nuestro.
Decía Cortázar: “Nada está perdido si se reconoce que todo está perdido y hay que empezar de nuevo”. Empezar a construir un sistema más participativo –en el Yasuní han puesto un buen cimiento– que pueda tener cintura y margen para reaccionar es una tarea titánica y abrumadora, pero increíblemente emocionante. Una tarea en la que nos jugamos que el futuro no sea un continuo fuego infernal sin apenas hielo que lo enfríe.
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