Me he convertido en un director teatral mediocre y sin ambiciones, lejos quedaron esas épocas épicas de giras largas, varias obras al año, temporadas y grupos grandes. No sé cómo hacen los que llegan a los ochenta años con toda la energía y siempre marcando la primera línea, realmente los admiro, con cincuenta tengo más ganas de tomar té con mi abuelita de noventa y tres que ponerme a dirigir.
Además, con los años y pasando el medio siglo me he vuelto cada vez más intolerante con las personas que me rodean y no los culpo es netamente un problema mío, pero odio el incumplimiento, los debates, los cuestionamientos, la falta de compromiso y me ha costado entender que el mundo cambio y que hoy en día un actor o una actriz, tantea el mercado y en lo posible y por su economía, pasan de un grupo a otro o están en varios proyectos a la vez, no lo cuestiono, pero me cuesta comprenderlo.
Adoro la calma, el no estrés, me adolece el esfuerzo de andar cargando cosas para un lado y para el otro, tengo la espalda rota de tango cargar bártulos de andariego y si a eso le sumo que toda la burocracia, tramitología e ilusión de ganar convocatorias de los proyectos gubernamentales de los países donde he dirigido, nunca fueron para mí, porque me convertí desde muy temprano en un outsider teatral, pues estoy jodido.
Ahora no todo es deprimente, hago giras cortas, monto una obra al año como mucho, escribo un par y me la paso como un ancianito nostálgico, revisando, arreglando, clasificando y ordenando todo el historial de una vida teatral que ya suma más de treinta y cinco años permanentes.
Porque no me he atrevido a abandonar, y cuando estuve a punto de hacerlo apareció Eugenio Barba en mi vida y con su arrogancia de viejo zorro, me dijo en un taller y sin el saberlo, que me dejara de joder y que tuviera pelotas para continuar, y cada vez que parece que hasta ahí llego viene mi maestro de siempre, el culpable de que este metido en este miércolero, me invita un café y me habla con tal entusiasmo de teatro que salgo de nuevo a la cancha con ganas de comerme al mundo, pero luego y como si me clavara en el ánimo, unas pilas chinas de reloj de San Victorino bogotano o de Once porteño, las pilas se me acaban y ahí estoy de nuevo, revisando, arreglando, clasificando y ordenando fotos que seguramente cuando me muera uno de mis sobrinos (no tengo hijos) terminará borrando con un solo clic, porque a quien carajos le va a importar el historial de un nostálgico derrotero que pensó alguna vez que iba a cambiar el mundo y termino más con ganas de té con la abuela que de hacer historia.
Los pesimistas dirían: ánimo las cosas podrían ser peor, y seguramente se pondrán peor, los optimistas dirían, si Ridley Scott después de varias pésimas películas hizo Gladiador y se montó como el mejor director de cine a sus años, vos todavía podes, pero ni uno ni otros me convencen y menos cuando me encuentro con algún actor, actriz, músico, artistas, etcétera que formo parte de mi grupo y me miran con esa mirada de hubo tiempos mejores, tiempos que ya no volverán…
En fin, envejecer teatralmente no es fácil, se supone que a mí, edad y como al vino, es cuando todo se pone mejor porque ha adquirido experiencia entonces se dirige mejor, se escribe mejor, se entiende mejor, pero recordemos que un vino mal estacionado también se funde, se pica, se pierde, por más valor que tenga la uva, se desperdicia y yo Fer Prieto Jr. el que algunos vaticinaron como la promesa teatral de los nuevos tiempos (me lo dijeron así alguna vez en un simposio en Chile, obvio con menos alardeos y festones) pues aquí ando, envejeciendo prematura y serenamente a mis cincuenta.
Y aquí termino, viene mi abuelita con el té.
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