¿Destino americano?

Por Anders Stephanson

La combinación del neoatraso como herramienta política doméstica conducente a la destrucción de los derechos, la desregulación y la oligarquización social y de una política exterior de agresividad selectiva e imposición de un nuevo régimen patrimonial brutal a escala global definen por ahora el marco de referencia trumpiano

Cuando Donald Trump invocó el «destino manifiesto» en su discurso inaugural, lo hizo en su significado más antiguo, que remite a la expansión territorial: el derecho americano, predestinado y otorgado por Dios, a reclamar y adquirir nuevas tierras, de forma más extravagante que nunca en este caso, que vio como se colocaba una bandera estadounidense en Marte (un regalo para Elon Musk). El término «destino manifiesto», dotado de este sentido, se acuñó en la hiperexpansionista década de 1840, cuando Estados Unidos estaba a punto de absorber el territorio que media entre Texas y California en el suroeste y Oregón en el noroeste con el objetivo de «extenderse por todo el continente». Trump también describió la nación restaurada bajo su liderazgo rebosante de «excepcionalismo», de hecho, «mucho más excepcional que nunca antes». Estados Unidos, deprimido y postrado, se iba a convertir ahora en un país aún más estadounidense que nunca, adecuándose brillantemente a su concepto. Su perorata sobre el Estado de la Unión ante el Congreso, pronunciada por Trump seis semanas después, predijo un futuro glorioso para «la civilización más dominante de la historia», ahora que se había recuperado «el poder imparable del espíritu estadounidense».

Estas eran ocasiones para el exceso retórico, respecto al cual Trump muestra de todos modos inclinación. A pesar de todo, sin embargo, me sorprendió la referencia. No le tenía por un excepcionalista ni, para el caso, como un partidario del Destino Manifiesto. Plantear la cuestión de esa manera puede, de hecho, atribuir a la política de Trump una coherencia y una profundidad que no tiene. Si se rasca la superficie, la esencia ideológica parece ser la persona del propio Donald Trump. Caprichos, mentiras, trampas, ilegalidades, egocentrismo, venganza, brutalidad, cinismo ilimitado y toda una serie de prejuicios espantosos: ¿puede resumirse todo esto en una «posición»? Parece que no. Y, sin embargo,…

Cuando empecé a reflexionar sobre Trump hace diez años, todavía era una especie de turbia celebridad que pululaba por Nueva York, un arribista producto de una carrera accidentada en el sector inmobiliario, construida originalmente sobre el imperio levantado por su padre de la mano de la construcción de monótonos edificios de apartamentos en las áreas periféricos de la ciudad, actividad que luego él había trasladado a las zonas deslumbrantes de la misma (es decir, Manhattan); un capitalista de riesgo que en general había fracasado en sus operaciones y que solo encontró su nicho tras convertirse él mismo en una «marca» franquiciable, como protagonista indiscutible de un concurso televisivo basado en la falsa premisa de que era el mejor agente inmobiliario de la historia, o algo por el estilo. Pero en un determinado momento, a pesar de no tener experiencia política alguna, a Trump se le metió en la cabeza que podría ser beneficioso para él presentarse a las saturadas primarias del Partido Republicano con la intención de optar a la nominación presidencial.

Era difícil tomar a Trump en serio y no era obvio que él mismo lo hiciera, dada la corriente de opiniones de indignación y menosprecios que desataba. Pensé que era un farsante, un demagogo, cuyo elemento natural no era la política, sino el negocio teatralizado de la lucha libre profesional y del concurso de Miss Universo (Trump había tenido intereses financieros en ambos). Que llegara a la nominación me pareció realmente descabellado. La élite republicana, sin duda, pondría fin a ello. Trump acabó con esa ilusión. A pesar de algunos contratiempos, procedió a pulverizar al grupo de rivales (Jeb Bush, Marco Rubio y Ted Cruz entre los más destacados), recurriendo a la grandilocuencia, la intimidación y el ridículo, iniciando así su asombrosa subyugación del Partido Republicano. Una década después nos encontramos, fantásticamente, con el enfermo y pronto ausente Mitch McConnell como única figura de oposición a los designios del presidente electo.

La segunda presidencia de Trump, a diferencia de la primera, está bien preparada, es disruptiva y realmente peligrosa. Después de cuatro años en tierra de nadie desde el punto de vista jurídico, Trump ha perfeccionado su actuación: desprende confianza y ejerce control sobre sus recursos, desplegando el poder por decreto como le parece y a menudo sin fundamento constitucional, con un ojo puesto, como siempre, en lo que funciona en pantalla. Su comentario espontáneo tras el altercado con Zelensky en el Despacho Oval –«será un gran momento para la televisión»– fue acertado, sintomático de una figura orientada a la imagen mediática y no dada a la lectura. Lo que me interesa de sus primeros movimientos e incursiones en las relaciones exteriores es cómo encajan estas con otras ofensivas registradas en la historia de Estados Unidos. Por supuesto, «America First» no es «aislacionista», no supone prescindir de toda actividad en el exterior y retirarse a una devoción introspectiva por una América reconducida al camino correcto. El discurso de Trump en el Congreso reiteró declaraciones precedentes sobre comprar o «tomar» Groenlandia de Dinamarca, retomar la Zona del Canal de Panamá, hacer de Canadá el estado número 51 de la Unión y convertir Gaza en un complejo turístico limpio de palestinos, inspirado en su yerno Jared Kushner. México, por el contrario, constituido en la mente de Trump por violadores, cárteles de la droga y millones de personas indeseables, será amurallado. México y Canadá sufrirán simultáneamente la imposición de fuertes aranceles, siendo ambas las dos naciones que dependen económicamente en mayor medida de las exportaciones a Estados Unidos. Ucrania, por su parte, será amenazada para que firme uno u otro tipo de acuerdo de «paz» y ofrezca recursos minerales adecuados para Estados Unidos. Rusia disfrutará de la eliminación de las sanciones y de la normalización de las relaciones. ¿Qué pasa con Europa o qué planes hay para ella? Europa no tiene demasiada importancia y, en cualquier caso, está muy atrasada en su gasto en defensa.

Los objetivos inmediatos de la hostilidad en este caso son principalmente los «aliados», aliados que supuestamente disfrutan de la protección estadounidense a bajo precio, mientras se dan un festín con las bondades de una economía estadounidense abierta. El remedio, por supuesto, es poner a Estados Unidos primero, haciéndoles pagar por todo ello: pagar mucho más por su seguridad y pagar mucho más en concepto de aranceles. La era del parasitismo llegará a su fin. Más allá de la temática de los aliados ingratos e intrigantes y la aparente arbitrariedad de la lista de estos, el marco aquí es realmente un ataque al «orden mundial liberal», como se le ha conocido retrospectivamente durante la última década. Más concretamente, es un ataque al papel de Estados Unidos como condición de posibilidad, como perno esencial, de ese orden.

Tanto los defensores de este como los trumpistas piensan que la totalidad de la era de posguerra (digamos, el periodo mediado entre 1947 y 2017 o 2025) puede periodizarse en consecuencia: el orden fue construido, engrasado y protegido por Estados Unidos. Los liberales aplauden este sistema mundial de capitalismo, caracterizado por el establecimiento de relaciones comerciales netamente abiertas y, en ocasiones, por la existencia de democracia, mientras que los trumpianos piensan que la nación estadounidense se ha estado disparando en el pie con la vigencia del mismo. Otra forma de delinear esta contraposición es decir que los liberales consideran a Estados Unidos «la nación indispensable», término inventado durante el mandato de  Clinton a finales de la década de 1990, pero que condensa bastante bien cómo se ha percibido a sí misma la clase dirigente de la política exterior estadounidense en clave bipartidista desde el Plan Marshall y la fundación de la OTAN hasta el momento presente, mientras que los trumpianos, que no muestran interés alguno por las normas nebulosas, la democracia nominal o la gestión de un sistema mundial abierto, ponen deliberadamente a Estados Unidos en primer lugar y cultivan relaciones cordiales con personas de ideas afines en otros lugares, como sucede con Putin.

Las credenciales liberales del orden mundial liberal están sujetas a un cuestionamiento histórico: la periodización subsume la Guerra Fría, por ejemplo, y el «mundo libre», que a menudo no era muy libre. Desde el momento originario inaugurado después de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, el escenario de la indispensabilidad y la noción de «mundo libre» pueden percibirse como ejemplos del tropo estadounidense, consagrado por el tiempo, de un «destino» nacional sobredeterminado. Pocos en la cultura política de Estados Unidos cuestionarían la afirmación de que «América», de principio a fin, siempre ha tenido una importancia histórico-mundial y una eventual preeminencia. La historia mundial «depende» de lo que Estados Unidos haga y deje de hacer. Podríamos discrepar sobre la fuente última de esta feliz circunstancia, ya sea Dios, la historia progresiva o la historia en el sentido de hecho contingente, pero innegable. También se podría discrepar sobre las tareas asignadas y las implicaciones que ello conlleva; básicamente, la intervención en la política mundial o la retirada de la misma.

Sin embargo, sobre la naturaleza histórico-mundial del propio proyecto estadounidense podría haber pocas discrepancias. A este respecto los internacionalistas liberales y los trumpianos están de acuerdo. También están de acuerdo en la necesidad imperiosa de actuar con vigor, aunque discrepan en cuanto a la forma que debe adoptar ese vigor y a su finalidad. En última instancia, sin embargo, no hay ninguna necesidad real de que los trumpianos apelen a ningún poder trascendente, legitimador o gobernante, ya sea religioso o secular. Lo que importa es el ejercicio del poder estadounidense para tales fines, definidos de manera estricta, como uno considere oportuno. En resumen, lo que decidamos hacer es correcto, porque creemos que es correcto y tenemos el poder para hacerlo. Si se le acorrala contra la pared, Trump afirmaría sin duda, que este derecho y este poder de Estados Unidos, su propia grandeza y esplendor, están sancionados (como él) por una autoridad superior, Dios o cualquiera que sea esta. Ello, sin embargo, es evidente y, por lo tanto, no es el factor operativo. El destino restaurado es simplemente lo que hace que el espacio y el lugar de «Estados Unidos» sean competitivamente inigualables, un Estados Unidos rebosante de «excepcionalismo». El resto es pura palabrería.

Las reflexiones de Trump sobre el «excepcionalismo» y el «destino manifiesto» pueden, pues, significar poco más que piedad, si acaso. Resulta tentador considerar su concepción en este caso como una forma de pensamiento inmobiliario, que implica a menudo un juego de suma cero: o lo tengo yo o lo tienes tú. No hay ningún principio moral asociado a la propiedad como tal. Se trata de poder, de control territorial, de proyectos y de financiación. Su apuesta sin complejos por Gaza, por ejemplo, se justifica por sí misma. Cuando se le preguntó con qué autoridad «tomaría» Gaza y la convertiría en un complejo turístico, Trump respondió sin pestañear: «Con la autoridad de Estados Unidos». El objetivo es una oportunidad contingente. El destino solo entra en juego como el derecho histórico-mundial a actuar como uno considere oportuno.

Sin embargo, sigue siendo cierto que el impulso de Trump es notablemente espacial y, de alguna manera vaga, está relacionado con la antigua noción de «destino manifiesto» como expansión continental hacia el oeste, a través de la frontera móvil. Ha mirado el mapa y ha encontrado Groenlandia en Norteamérica y además disponible: «Una población muy pequeña pero un pedazo de tierra muy, muy grande», como lo describió sucintamente ante el Congreso. Así que, de una forma u otra, Dinamarca, un aliado de la OTAN, será despojada de su (bastante limitado) poder aquí y reemplazada por unos Estados Unidos benevolentes. No es que los menos de 60.000 ciudadanos de Groenlandia vayan a constituir un estado en la Unión, por supuesto. Groenlandia será para siempre un territorio no incorporado, una versión enorme de Guam.

Trump está mirando codiciosamente a Canadá en el mismo contexto, pero en un idioma diferente. Trudeau hizo bien en tomar la idea de Trump de anexión como una propuesta real. Después de todo, es una idea antigua, que se remonta al menos a Thomas Jefferson a principios del siglo XIX y que, de forma intermitente, ha estado en el aire desde entonces, incluso después de que Canadá se convirtiera en un Estado unificado en 1867, el mismo año en que el secretario de Estado William Seward compró Alaska a Rusia. Puede parecer un poco extraño adquirir un Estado de cuarenta millones de personas de lealtades políticas inciertas y una superficie más grande que la totalidad de Estados Unidos. Uno no agrega un estado y dos senadores a menos que esté bastante claro a quién apoyarán estos. Sería aún más estúpido desde el punto de vista republicano convertir los diez territorios individuales de Canadá en diez estados. ¿No pasarían el eventual estado canadiense o los diez territorios convertidos en estados a ser Demócratas? Alaska y Hawái se convirtieron finalmente en estados de la Unión en 1958-1959, porque se suponía que uno era Republicano y el otro Demócrata, lo que efectivamente resultó ser el caso, aunque inesperadamente con sus etiquetas políticas invertidas.

En resumen, hay rumores subterráneos de la predilección por el destino manifiesto en el escenario trumpiano para crear un nuevo mapa de América del Norte y unos Estados Unidos enormemente expandidos. Puede ser útil situar esos rumores con mayor precisión en el contexto de momentos importantes en los que la noción histórico-mundial estadounidense se articuló en movimientos expansivos frente al exterior. Tengo en mente cuatro momentos históricos de este tipo: las décadas de 1830 y 1840, que culminaron en la guerra entre México y Estados Unidos, 1846-1848; 1898: la guerra con España, la conversión de Cuba en un protectorado y la anexión de Puerto Rico, Guam y Filipinas, seguidas de la contrainsurgencia contra la resistencia nativa en este último territorio; el proyecto de Woodrow Wilson y su fracaso (1917-1919); y la Guerra Fría (1946-1963, «líder del mundo libre»). En cada caso, se trata de diferentes coyunturas y movimientos, que responden a diferentes preguntas y objetivos:

­­­­­­­­­– En 1846 el objetivo era la expansión continental sin que estuviera claro hasta dónde hacia abajo y hacia arriba llegaría esta, pero esencialmente la colonización contigua hacia el oeste, siendo el «destino» (y la meta) la dominación y apropiación de una parte muy sustancial de Norteamérica.

– En 1898 el objetivo era sacar a España de Cuba y del Caribe, lo que inesperadamente dio lugar a que Estados Unidos se convirtiera en una potencia naval y «civilizadora» en Asia-Pacífico, una comprensión diferente del «destino» muy en sintonía (durante un breve periodo) con el imperialismo europeo contemporáneo, en el caso de Estados Unidos vendido como un imperio civilizatorio de una escala, competencia y poder supuestamente inigualables. Las nuevas posesiones se enmarcaron fuera de la réplica de la mismidad original («territorio» que se convierte en un nuevo «estado»), que había sido el brillante concepto de expansión política vigente hasta entonces. Nadie en 1898 ni posteriormente pensó que Guam se convertiría en un estado. Guam fue definido en virtud de una decisión del Tribunal Supremo como un «territorio no incorporado», un instrumento del Congreso de los Estados Unidos para ser manejado según el caso lo requiriera. La adquisición imperial de territorios llegó entonces a su fin, porque el mundo ya estaba dividido y, en cualquier caso, porque la Primera Guerra Mundial lo hizo políticamente dudoso, lo cual no quiere decir que las posesiones, excepto Filipinas, fueran entonces abandonadas. El control de los mercados se volvió más importante que la tierra misma durante este período, aunque los recursos naturales y los intereses estratégicos prolongaron el colonialismo.

– En 1917-1919, el destino se materializó en el inútil intento de Wilson de transformar el orden mundial de acuerdo con un simulacro de «principios estadounidenses», que él consideraba universales, entre los que destacaba la «autodeterminación». Todo ello encontraría una forma organizativa en la Sociedad de Naciones en la que Estados Unidos debía desempeñar un papel crucial (lo que, como es sabido, no sucedió). El destino de Estados Unidos (y del propio Wilson) era también el destino del mundo, y fracasó.

– Finalmente, en 1947-1963 (con ecos desde entonces) surgió la figura de una hegemonía globalizada, que resistía a las fuerzas del mal y mantenía la progresión desigual hacia un orden mundial propiamente liberal (bueno, tal vez no, si se trata de Nixon/Kissinger). El papel de líder del Mundo Libre, no exactamente libre excepto en la medida en que estaba más allá del poder inmediato de la Unión Soviética (y la República Popular China), se planteó en términos de deber y obligación: «Sabemos lo que pasó después del fracaso de Wilson. Solo nosotros podemos desempeñar el papel, etcétera».

Para los trumpistas, la única resonancia temática de estas cuatro figuraciones es la excepcionalista. Wilson y el papel neowilsoniano de asegurar el mundo libre son obviamente erróneos, de hecho, espectacularmente erróneos, la antítesis misma de America First. El expansionismo continental y el colonialismo son más agradables: Canadá, por un lado, el Canal de Panamá, por otro; Andrew Jackson (identidad etnorracial y expansión por cualquier medio) y William McKinley (aranceles y colonialismo) por encima de Woodrow Wilson siempre y en todo caso. Quizá el siglo XIX sea, por lo tanto, la época en la que Estados Unidos fue realmente «grande». Si es así, no es un modelo fácil de reinventar.

La atención otorgada durante los primeros cien días al territorio en lugar de a los mercados parece extraña, pero, de nuevo, Trump piensa en términos de espacio y le da mucha importancia. También constatamos su deseo de poner su nombre en las cosas o, en su defecto, cambiarles el nombre. Pero la iniciativa más llamativa hasta ahora se encuentra en otro lugar: en la feroz expansión del poder ejecutivo a escala nacional mediante la aplicación del enorme poder que siempre ha estado alojado potencial y realmente en la oficina presidencial con respecto a la política exterior al sistema político doméstico, a menudo inerte y lento, que ha sido objeto de una ráfaga de ataques disruptivos que, por supuesto, cuenta con la ayuda de un Congreso y un Tribunal Supremo dóciles. De hecho, los tribunales disidentes pueden tener un poder limitado para hacer cumplir la ley en el caso de que la Casa Blanca decidiera llevar las cosas al extremo. Ahora no estamos en esa situación, pero tenemos motivos para preocuparnos. Un estado de excepción no es en absoluto inconcebible.


Recomendamos leer Anders Stephanson, «¿Potencia hegemónica neoimpresionista?», NLR 118; Giovanni Arrighi, «Siglo XX: siglo marxista, siglo americano: la formación y la transformación del movimiento obrero mundial», NLR 0, «Comprender la hegemonía 1» NLR 32, y «Comprender la hegemonía 2», NLR 33; y Robert Brenner, Dylan Riley et al., Sobre el capitalismo político: El nuevo debate Brenner (2024).

Este texto se ha publicado en Sidecar, el blog de la New Left Review, publicada en Madrid por el Instituto Republica & Democracia de Podemos y Traficantes de Sueños

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