Dovid Bergelson, novelista magistral, víctima del estalinismo

Por Dara Horn

Si no han oído hablar nunca del gran novelista Dovid Bergelson, eso significa una victoria de Stalin.

El 12 de agosto de 1952, Dovid Bergelson, uno de los máximos candidatos a Mayor Novelista Yiddish de Todos los Tiempos, fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento soviético…sin ser disidente. En realidad, era un comunista lo bastante leal como para haber publicado un célebre ensayo en 1927 titulado “Tres centros”, acerca de cuál de los tres centros de la cultura yiddish —Nueva York, Varsovia y Moscú — ofrecía mejor futuro a los escritores yiddish. La respuesta inequívoca de Bergelson era Moscú, y no se equivocaba todavía. En aquella época, el esfuerzo de Stalin por comerle la cabeza a las minorías étnicas implicaba que el gobierno financiara escuelas, periódicos, teatros y editores de lengua yiddish, hasta el punto de que había incluso críticos literarios yiddish que estaban a sueldo del gobierno soviético. Durante la II Guerra Mundial, Stalin recurrió a estos judíos leales en su provecho creando un “Comité Judío Antifascista”, un grupo de celebridades hebreas, entre ellas Bergelson, a las que se les encomendó recaudar dinero y apoyo de judíos norteamericanos destinado al esfuerzo de guerra soviético. Después de la Guerra, Stalin anunció que el Comité que él mismo había creado era en realidad (no se lo pierdan) parte de una inmensa conspiración sionista. Bergelson y los demás acusados soportaron tres años de tortura en prisión antes de declararse culpables del crimen de “nacionalismo” (léase “judaísmo”). Lo ejecutaron junto a una docena más de lumbreras judías, en un suceso más tarde conmemorado por los lectores yiddish como la “Noche de los petas asesinados”. Por supuesto, ser ejecutado por Stalin era el equivalente literario soviético de ganar el Premio Pulitzer. Bergelson era así de bueno.

Las obras de Bergelson fueron elogiadas por ser muy “europeas”, más que “judías”, más comparables a Chejov que a Sholem Aleichem. Su mayor obra maestra, la novela Nokh Alemen  de 1913— disponible en inglés con el título de The End of Everything en una brillante traducción del difunto Joseph Sherman [en castellano, Al final de todo, traducida por Jacobo Abecasis Hachuel, Xordica Libros, Zaragoza, 2015]  — es única en la literatura de ficción yiddish de altos vuelos por tratar de una mujer que tiene un aborto. Pero puesto que el asesinato de Bergelson le ha relegado al inframundo del martirologio judío, ¿es posible siquiera leer esta novela sencillamente como “literatura”, tal como a buen seguro él deseaba? La extraña respuesta es que ya no, y acaso nunca fuera posible.

Se ha descrito Al final de todo como una obra feminista y, en una somera descripción, lo es. Mirel Hurvits es una joven hermosa y delicada con un problema. Está soberanamente aburrida de su vida en su elegante “shtetl” [“aldea”, “villorrio” o “pequeña ciudad” en yiddish] . Así dicho, suena como la heroína de cualquier película de Disney de los últimos treinta años. Pero Mirel no “quiere [sencillamente] mucho más que esta vida provinciana”. Su problema es más profundo. No quiere nada en absoluto. El libro se abre con la ruptura por su parte de su compromiso de cuatro años con un joven agradable y rico, porque “ella seguía creyendo que su vida futura debería ser enteramente diferente”. Su decisión le causa estragos financieros a su padre, que está abocado a la bancarrota y a la vez muriéndose de cáncer, y no es que a Mirel le preocupe. Está demasiado ocupada deprimiéndose con varios novios, y todo ello mientras reflexiona sobre “el lento y doloroso fin de su vida insulsa, corriente y ensimismada”. El único consuelo de Mirel procede de una amiga a la que el libro llama “la comadrona Shatz,”, una bohemia soltera de veintisiete años que vive en las afueras del “shtetl” y acoge una suerte de salón literario. Hasta este consuelo se evapora cuando Mirel capitula ante su padre agonizante y se aviene a casarse con un chico rico de la ciudad, pero ella incluye en el acuerdo prematrimonial que se reserva el derecho a no mantener relaciones sexuales con él. Pasa la segunda parte de la novela en un estupor depresivo en casa de sus suegros, interrumpido por unas cuantas aventuras sexuales lánguidas, y duerme con su marido por pura indiferencia. Cuando Mirel se queda embarazada, se da cuenta de inmediato de que no puede ser madre y tiene un aborto sin más remordimientos. Tras la muerte de su madre, deja a su marido y vuelve al “shtetl”, donde su reputación la ha convertido en algo que está entre un aviso ejemplarizante y una broma. Tras una última decepción romántica con un poeta hebreo llamado Hertz, que anteriormente había abandonado a la comadrona Shatz, Mirel se sube a un tren con destino a la frontera y desaparece.

Se ha denominado a la novela la “Madame Bovary yiddish” y la comparación capta no sólo las insatisfacciones de su heroína sino también la maestría de su forma indirecta de narrar, en la que nunca se sabe si un personaje ha dicho algo en alto o simplemente lo ha pensado, o si un pensamiento le corresponde a un personaje o al narrador. Pero esa  comparación subestima la originalidad de Bergelson al sugerir que los deseos de una mujer y el tedio de una pequeña ciudad son también los principales temas de Bergelson. Es ostensible que lo son, pero las apuestas son bastante más elevadas cuando se retrata un “shtetl” ruso en 1913, tras décadas de promesas fallidas de emancipación judía y brutales ataques antisemitas, de lo que eran retratando la Francia de las ciudades pequeñas. Baste decir que nadie sintió la necesidad de ejecutar a Flaubert.

Al principio de la novela, Bergelson oculta una clave que desentraña la diferencia entre su obra y la de escritores “europeos”, y que conecta este Al final de todo directamente con su propio y horrible final. Hetz, el poeta hebreo, último novio de Mirel no es más que otro pomposo perdedor que le da falsas esperanzas, en nada diferente de los diversos Rodolphes de Madame Bovary— salvo en que aporta a la novela una pequeña historia que nunca podría haber escrito Flaubert. En la historia de Hertz, escrita en el estilo de una parábola talmúdica, un vagabundo llega a una “ciudad muerta”, en la que están abiertas todas las puertas de las casas. Dentro de cada una de ellas, encuentra cadáveres ya rígidos, cada uno aferrado con fuerza a una piedra con el puño (aparentemente, no se trata de un Masada de suicidio en masa sino de un intento de defensa comunal que fracasa de un modo cómico). En una casa el vagabundo encuentra a una sola mujer viva que muere inmediatamente después de informarle de que “Llegas tan tarde, te hemos esperado tanto tiempo y ahora se ha muerto todo el mundo”. Después de su muerte, el vagabundo se sienta a las puertas de la ciudad y decide que se quedará allí para siempre como guardián de la ciudad muerta, una imagen que recuerda las leyendas judías acerca del Mesías que se sienta sin ser reconocido y vendando sus heridas a las puertas de la ciudad. Pero tal como dice el vagabundo mismo: “Cuando me contemplo a mí mismo y contemplo el poder que duerme dentro de mí, ya ni siquiera suspiro, sino que simplemente pienso: soy el guardián de una ciudad muerta”.

Pese a todo el pregonado internacionalismo de Bergelson, no se trata de una historía como para ser muy apreciada por los lectores de Flaubert. Pero sin ella, la novela entera carece de sentido. Al final de todo no trata de la terminación del embarazo de Mirel sino del próximo fin de una cadena de varios miles de años de ciudades muertas que la precede. Todas las motivaciones de la comunidad en la novela le parecen a Mirel, y quizás al lector, tediosas convenciones de la vida burguesa. Pero esas convenciones — el imperativo del matrimonio y la crianza de los hijos, por ejemplo, o el énfasis en el dinero como medio de evitar riesgos, o las tradicionales devociones que mantienen hasta los no creyentes—  no son, en el contexto de la cultura judía, simplemente ejemplos de mezquindad burguesa sin las que podría pasarse cualquier individuo.

Por el contrario, son piedras angulares de un vasto proyecto nacional en el exilio, el trabajo de miles de años de guardia a las puertas de la ciudad muerta. Bergelson, maestro por lo demás de la sutileza, no duda en darnos en la cabeza con esto. El libro concluye con Mirel llorando de noche sin nadie que la consuele, recordando de modo deliberado los relatos bíblicos de la destrucción de Jerusalén (“¡Cómo se asienta la ciudad… como una viuda!”; o “[La difunta matriarca] Rachel llora por sus hijos y se niega a recibir consuelo…”). Mirel marcha al exilio después del Tisha B’Av, el día de ayuno veraniego que conmemora la destrucción del Templo. El antecedente literario más vigoroso de la novela no es Madame Bovary. Son las Lamentaciones. Lo cual significa que, horriblemente, Al final de todo y el final de Bergelson no son, al fin y al cabo, tan diferentes.

En la transcripción del absurdo juicio de Bergelson, el funcionario que preside el tribunal le pide a Bergelson que comience su autocondena con una breve autobiografía. Esto es lo que ese escritor europeo universalista, heredero de Chejov y Flaubert, testificó ante el tribunal:

“Hay un día que cae en agosto en el que se quemó el Templo de Salomón. En ese día todos los judíos ayunan veinticuatro horas, hasta los niños. Van al cementerio un día entero y allí rezan ‘juntos con los muertos’. Me encontraba tan inmerso en esta atmósfera —la gente hablaba mucho de ello en la comunidad— que cuando tenía seis o siete años me parecía que podía oler los vapores y el fuego.  Les cuento esto para indicar hasta qué punto este nacionalismo se había grabado en mi cabeza”.

Este testimonio, provocado por la tortura, no es la mayor obra de ficción de Bergelson. Pero expresa la mayor verdad de su mejor obra: Al final de todo es una obra maestra universal que hoy leen sólo los que han llegado demasiado tarde, esos pocos lectores dispuestos a servir como guardianes de una ciudad perdida.

escritora norteamericana autora de cinco novelas, se doctoró en Literatura Comparada en Harvard

Fuente:

Tablet, 8 de octubre de 2018

Traducción:Lucas Antón

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