Por: Sergio Poveda.
Para los perezosos: “El holocausto de las letras” invita a leer, pone en escena la censura literaria por un gobierno totalitario que privilegia a la tecnología, y la manipula también. Cuatro escritores clásicos –Christie (Fernanda Corral), Poe (Patrick Valembois), Verne (David Noboa) y Woolf (Salomé Velasco)– sobreviven como ideas. La obra combina lo policial, trágico y cómico con el musical. Así, presenta la fatalidad de la literatura: existirá mientras se lea. Igualmente, al extender la vida de estos personajes, descubrimos sus cualidades ocultas.
Hay narraciones tan bien hechas que se vuelven música –y quisieras encender los celulares como en los conciertos de Ceratti. Asimismo, cuando el cachetazo de un párrafo te hace pensar diferente o te ‘enferma’ de ganas de escribir, ocurre un efecto secundario: las orejas se erizan de gozo como le pasa a Sheldon Cooper al ver un tren. Ese y otros síntomas de la lectura, tristemente, están extintos en “El holocausto de las letras”, obra dirigida por Eduardo Hinojosa. El régimen ultra-controlador y la tecnología destruyeron a la industria del libro.
En aquel mundo paralelo, cuatro escritores (Agatha Christie, Edgar Allan Poe, Jules Verne y Virginia Woolf) de distintas épocas son convocados a través de una carta firmada por Miguel –brilla por su ausencia. El disparatado cuarteto desconoce el motivo de la citación. Y mientras se rompen la cabeza para resolver el enigma, los acompaña la vertiginosa “Danse Macabre” y otros temas instrumentales –selectos por Fernando Muñoz. Algunos diálogos pierden fuerza expresiva, pero “El holocausto de las letras” se fortalece porque combina interpretaciones musicales, monólogos, humor y coreografías preparadas por Mhares Jhonás. O sea, entretiene muchísimo.
El argumento es claro como el agua, sin embargo, el desconocimiento de estos autores clásicos podría complicar la trama. De todos modos, los disparates del estadounidense Poe, las observaciones de las inglesas Woolf y Christie más las contradicciones del francés Verne enriquecen al argumento. Sobre todo, su faceta detectivesca alterna entre lo trágico y cómico, lo cual da a esta ‘pesadilla’ una esencia agridulce.
Además, sobresale el retrato de Poe. Aparece desmayado. Verne lo carga y acomoda en la silla, pero el poeta se dobla como una espiga al viento. Recobra el sentido con dificultad y en todas sus intervenciones recurre a la botella que porta en el traje gris metálico. Sus apasionadas reflexiones, la postura incrédula y segura se esfuman cuando mete whisky en su garganta. Poe, quien decía “las palabras no tienen el poder de impresionar a la mente sin el horror de la realidad”, lanza ironías y dichos ingeniosos. Pero, su instalación de la cinta en la máquina de escribir es una verdadera danza de la torpeza. Esta versión ‘chompiresca’ de Poe da otros tintes a su fama de poeta gótico y maldito.
El estadounidense se entiende bien con Woolf, ella tiene amigos invisibles, lleva un vestido victoriano color ciruela de cuello alto y la base acampanada se bambolea mientras camina y discurre sobre la Segunda Guerra Mundial. En cambio, un elegante sombrero pastillero, adornado con una rosa café, corona la cabeza de Christie quien fabrica ‘salidas’ ante la desigualdad de género: “el mejor tiempo para planear un libro es cuando lavas los platos”. Solo Verne (autor de fantásticas historias y por cuyo dandismo –botas de cuero hasta las rodillas, gabán azul, gazné color vino, gafas y sombrero de copa negro– podría pasar por un pop-star moderno) mantiene la serenidad, motiva con el acento francés a sus desesperados colegas y ordena las pistas para hallar el propósito de los escritores en esa línea temporal. El vestuario elegido por Anita Cobagango le añade realismo a las interpretaciones.
Después de un tiempo, en medio de tenebrosos centelleos azul cobalto y rojo, una voz robotizada anuncia la propaganda del gobierno totalitario por los altoparlantes: “la tecnología, única fuente del placer”.
Aterrados, estos ‘pájaros locos’ hacen lo que mejor saben: escriben una carta sobre la importancia del libro, ese elixir de papel y tinta. Poe habla del valor de las palabras, a las que Christie conecta con los actos humanos y “vivimos el holocausto de las letras”, refuerza Woolf y “quien no lee solo vive una vida”, teclea, finalmente, el visionario Verne. La lúcida misiva de este equipo de autores desborda –como una vena rota– su pasión y angustia, pues la palabra escrita ahora forma parte de las ruinas de la historia. Enseguida se atormentan: las letras salieron patas arriba. Lejos de sus escritos, ellos son inútiles y nobles y viven cargando problemas mayores.
De todos modos, solamente Poe acepta la locura, su motor y condena. Entre desatinos y razonamientos, este cuarteto de escritores descubre, al final, que son ideas, espíritus que existen en la mente de quien los lee o piensa –¿Miguel?
Tras resolver el enigma, la obra se eleva con la desoladora y siniestra escena final: el escenario se oscurece como el ala de un murciélago y los autores, de pie, abren sus paraguas que los iluminan taciturnamente en tanto prometen examinar los mismos temas de sus libros hasta la eternidad. Mientras Agatha elige la tristeza, Virginia la guerra; Jules se aferra a la imaginación y Edgar Allan a la locura.
Uno por uno toman riendas por las que desaparecen; detrás de ellos, la estela de sus paraguas se apaga también.
La iluminación de Gualberto Quintana y la escenografía de Distópico Teatro dinamizaron el guion, escrito por el dramaturgo Hinojosa.
Por otro lado, la desaparición de los libros es una preocupación frecuente: Aldous Huxley o George Orwell ya la exploraron. ¿Es esta propuesta teatral una advertencia? Veamos: en 1933, el gobierno nazi quemó libros ‘anti-alemanes’; el poemario Howl pasó por las cortes gringas acusado de obscenidad y libertinaje sexual en 1957; en los 60, Australia, Irlanda e Italia prohibieron la difusión de las novelas eróticas de Mary McCarthy; cinco años atrás, mientras Vargas Llosa daba una conferencia en Bogotá, cierto fanático de izquierda despedazó una novela del Nobel peruano; y los intelectuales ecuatorianos invisibilizaron a Pablo Palacio: no abordaba las luchas sociales… Sobran las pedradas al libre pensamiento y tal vez se multipliquen. ¿Qué garantiza la reproducción del libre pensar en la era digital?
Esta puesta en escena es una metáfora: los clásicos conforman la ‘cocina literaria’ de alguien arriesgado y dispuesto a leer (de nuevo, ¿Miguel?) pese a las prohibiciones del gobierno. También radiografía la inutilidad y ‘anormalidad’ de los escritores. Y honra a algunos de esos ‘pájaros’ que, escribiendo desde el encierro, buscan la libertad, combaten los valores tradicionales, o cabecean por medio de ficciones a la brutal ‘policía de las ideas’. Por último, esta obra que tuvo lugar en Teatro Malayerba señaló la fatalidad de la literatura: si tan pocos clásicos –altamente publicitados– resisten el paso del tiempo, ¿qué ocurrirá con Chimandanda Ngozie Adichie, Roberto Bolaño, Akino Yosano, Blanca Wiethüchter y otros tantos…? Que no cunda el pánico, “El holocausto de las letras” invita a leer. Si ya lo hiciste, indica qué libro salvaste en los comentarios…
Créditos fotos: Silvia Echevarría.
Geniallllllll… Gracias por el escrito. Me encantó.