Ni gigante dormido, ni sinónimo del bien común; el centro es solo expresión de una utopía que es de derecha por excelencia: la de la política sin política, una polarización contra la polarización y un cambio contra el cambio. Su grandilocuencia y sensatez son en su verdadera naturaleza solo una vergonzosa paradoja.
Por Andrés Felipe Parra Ayala
El centro se ha convertido en el partido político del statu quo. Aunque nadie sabe a ciencia cierta de qué se trata, el mundo de los medios, de los intelectuales y analistas de masas reclaman con angustia y esperan ansiosamente la emergencia y el despertar de un gigante dormido: el centro. Tanto así que hasta los políticos que tradicional y habitualmente pertenecen a la derecha (Iván Duque y Germán Vargas Lleras, por ejemplo), han reclamado para sí el centro en entrevistas y declaraciones.
En este escenario no es difícil ver que el discurso de centro en Colombia responde más a una estrategia de marketing electoral que a una categoría bien definida en el seno de un análisis político serio. Porque incluso, en términos más generales, el intento de definir algo así como el centro político está sumido en aporías lógicas insuperables.
La definición más habitual del centro lo identifica como aquella posición política que se aleja de los extremos. La supuesta virtud del centro político se deriva de la idea de que los extremos son viciosos y que lo mejor para una sociedad es lograr un balance. Por ejemplo, el remedio contra la obesidad no es la anorexia ni la bulimia, sino la dieta sana y balanceada, dictada por un nutricionista competente. La idea de que todos los extremos son viciosos es intuitivamente convincente (incluso ignorando el hecho de que en medicina no existe una sola dieta balanceada, sino múltiples dietas de acuerdo con fines y situaciones diversas; por ejemplo, un deportista de alto rendimiento no debe ingerir la misma cantidad de proteínas que un paciente renal). Pero el argumento de que todos los extremos son viciosos es, de hecho, defectuoso en política.
Tomemos, por ejemplo, la consigna repetida hasta la saciedad por algunos periodistas autoproclamados de “centro” como Daniel Coronel y Daniel Samper: si los petristas y uribistas me atacan es porque tengo razón. Esa frase es la expresión más acabada de la argumentación del centro en el contexto colombiano. Sin embargo, su grado de verdad, coherencia y rigurosidad es nulo, pues parte de la premisa de que se puede determinar la veracidad de una afirmación en virtud de quiénes se oponen a ella. Eso no es más que una vulgar argumentación ad hominem disfrazada de sensatez ideológica. Pero el problema de fondo, que explica por qué el argumento centrista es defectuoso, es que calificar a una opción política de “extremista” es ya tomar una posición política que no es neutral. Hay que preguntarse entonces si la posición desde la cual un programa o un candidato son calificados de extremistas es o no una posición de centro.
Me temo que en el caso colombiano esa posición desde la cual se califican candidatos y medidas como “extremas” (sobre todo hablando de los candidatos de izquierda) es una posición de derecha. Ningún candidato de izquierda (ni si quiera la Farc) tiene en su programa una estatización completa de la economía ni la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, si es que acaso ese es el criterio para definir a una medida de izquierda como “extrema”. Incluso las medidas de Gustavo Petro serían tildadas de tímidas por cualquier socialdemócrata del siglo XX, pues en su programa se excluye la nacionalización de empresas de los sectores estratégicos de la economía colombiana y su propuesta frente al sistema de seguridad social no excluye del todo al sector privado.
Todo esto desemboca en un imperativo metódico de cualquier análisis político, ausente en los grandes analistas de nuestro país y, dicho sea de paso, en aquellos political chart test que pretenden identificar el grado de ideologización de un individuo: los criterios por los cuales algo o alguien es tachado de extremista hacen parte de la disputa política y no están nunca por encima de ella. Sin tener en cuenta eso, cualquier análisis político o cualquier llamado al “centro”, la “cordura” y la “sensatez” raya en la simple y llana propaganda.
Hay otro intento de definir al centro político como aquella tendencia que propugna por una política realista, gerencial, de eficiencia administrativa, sin sobresaltos y sin ningún sesgo pasional. Desde este punto de vista el centro se opondría al “populismo” en su definición habitual, es decir, se opone al acto de hacer promesas inviables y no-factibles (sin “sustento técnico”). No hay duda de que detrás de esta forma de argumentación se halla la premisa de que todos los problemas políticos de la sociedad tienen una solución técnica. Esta idea se liga de forma precisa con la comprensión generalizada de la economía como aquella ciencia que distribuye recursos escasos de forma más eficiente. Dado que se puede determinar a través de métodos matemáticos la distribución más eficiente de los recursos, sería posible dar una solución técnica a los problemas políticos y económicos de una sociedad.
No obstante, este discurso extendido de la gerencia y de las buenas prácticas de la eficiencia administrativa olvida que la eficiencia es un concepto condicionado por los fines a los que ella debe servir. Y la determinación de estos fines tiene lugar por fuera de la esfera de la eficiencia y del campo conceptual de la economía entendida de forma estrecha como una disciplina técnico-matemática. Precisamente por su neutralidad y porque puede potencialmente abarcar un sinfín de prácticas (se puede hablar la eficiencia en la producción de carne de cerdo y de la eficiencia de los métodos de asesinatos en masa aplicados en Auschwitz, entendiendo exactamente lo mismo por “eficiencia”), un discurso político concentrado exclusivamente en la eficiencia puede volverse vacío o peligroso. La peligrosa vaguedad del discurso técnico y gerencial de la política radica justamente en que ignora la pregunta de si es justo o conveniente tratar ciertos asuntos y prácticas humanas desde el punto de vista de la eficiencia. La respuesta a esta pregunta no puede ser técnica, pues es de hecho el presupuesto para que el discurso “técnico” tenga sentido y pueda ser aplicado.
Por ejemplo, en el año 2002, cuando el expresidente Álvaro Uribe ganó las elecciones con la tesis de la derrota militar de las Farc, casi nadie (o nadie) señalaba que se trataba de una propuesta sin “sustento técnico”, al suponer un aumento desmedido del gasto militar. Frente a un cuestionamiento de este tipo, la reacción natural de la sociedad en esa época habría sido la de decir que combatir al terrorismo es un deber moral y que por ello las consideraciones económicas sobre los costos son irrelevantes. El que una sociedad reaccione de este modo frente a los problemas de seguridad, pero considere los avances en equidad social solo desde el punto de vista de sus costos monetarios, refleja una posición política de derechas, no una preocupación por la responsabilidad fiscal.
Estas apreciaciones también desembocan en otro imperativo metódico del análisis y la discusión política: la esfera de la economía está atravesada por decisiones políticas irreductibles a consideraciones técnicas y la aplicación del concepto de eficiencia es necesariamente selectiva. Y los criterios para seleccionar una medida como un imperativo moral independientemente de sus costos o como una medida que debe ser vista como un gasto superfluo e innecesario son criterios políticos.
Ni gigante dormido, ni sinónimo del bien común; el centro es solo expresión de una utopía que es de derecha por excelencia: la de la política sin política, una polarización contra la polarización y un cambio contra el cambio. Su grandilocuencia y sensatez son en su verdadera naturaleza solo una vergonzosa paradoja.
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