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La delgada línea entre la demonización de las mascarillas desechable y el ecofascismo

El nuevo ambientalismo del privilegio que excluye a los más débiles funciona como una versión postcovid de las interpretaciones más oscuras de las teorías de la selección natural de Darwin.

Por MILA GARCÍA NOGALES

Durante los primeros meses de confinamiento por la covid-19, las emisiones globales descendieron a niveles históricos. La actividad humana se paralizó y, por tanto, el planeta entero se regeneró. El suelo, el agua y el aire parecían más limpios. Los animales libres y las plantas recuperaron los espacios que les habíamos arrebatado (¡si hasta vimos delfines y cisnes nadando en los canales de Venecia!) En definitiva, la Madre Naturaleza empezó a sanar. Porque estaba enferma. Y por nuestra culpa. La Humanidad era el virus.

Si has llegado hasta el final del párrafo anterior sin sentir ningún atisbo de indignación en las tripas, ten cuidado: corres el riesgo de caer en el ecofascismo. No la ves, pero hora mismo detrás de ti hay una ideología totalitaria disfrazada de amor por el medioambiente. Y, cuando menos te lo esperes, te empujará. ¿La buena noticia? Que todavía estás a tiempo de salvarte. Para ello, primero has de preguntarte quiénes son las personas que mayoritariamente sufren los efectos del coronavirus. Una pista: sus nombres no aparecen en la lista de las empresas y gobiernos que más contaminan. Su ausencia no librará a la Tierra del colapso.

Como si de una muñeca rusa se tratase, la metáfora del sometimiento del sur mundial (entendiendo sur mundial no solo como lugar físico) opera de fuera hacia dentro, aprisionando desde lo colectivo a lo individual, yendo de los continentes a los estados, de los estados a los territorios, de los territorios a las clases sociales, de las clases sociales a las identidades de género o raza, de las identidades de género o raza a la capacitación y a la edad y, de la capacitación y la edad, a las circunstancias personales, que no son sino una manifestación liberal de todo lo anterior. Superemos ya la falacia de que «el coronavirus no discrimina» y centrémonos en el hecho de que siempre pagan los mismos. En que, hayas nacido en un país rico o en un país pobre, la diferencia entre vivir o morir de covid-19 no la marca la suerte: la marca la brújula que guía el rumbo del mundo desde que, allá por el siglo XV, Europa saqueó América, masacró a sus habitantes y decidió que la aguja siempre apuntase hacia el capitalismo.

En consecuencia, todos corremos el riesgo de enfermar, pero no todos contamos con los mismos recursos para defendernos. El sistema capitalista, con el colonialismo y el extractivismo como base histórica, es el responsable del desastre ecológico actual; pandemias incluidas. Y ahora su rama política, el fascismo, se apropia de la cuestión medioambiental para enviar el mensaje de que, con menos personas, es decir, con menos personas enfermas, ancianas, femineizadas, racializadas, vinculadas a la tierra y a las periferias, pobres y no occidentales estamos mejor. Porque, ¿qué importan el sufrimiento de una mujer amazónica, la desesperación sanitaria de un campo de refugiados entero o el fallecimiento en soledad del abuelo de tu vecina cuando el equilibrio ecológico, ese del que tú te beneficiarás, se está restaurando?

De la purificación de la naturaleza que propugnaban los nazis al actual localism de Marine Le Pen, a lo largo de la historia, la extrema derecha ha ido iluminando con lucecitas verdes sus doctrinas. El ambientalismo actual que excluye a los más débiles no es sino una especie de versión postapocalíptica de las interpretaciones más oscuras de la teoría de la selección natural de Darwin. Pero conectada a una buena red eléctrica. En estos momentos difíciles en que nos encontramos, recurrir al color de la esperanza para enmascarar la discriminación y la intolerancia se presenta como un recurso fácil; por emocional, y por universal. ¿Quién, durante estos meses, no ha compartido algún mensaje medioambientalmente optimista en sus redes sociales? Yo lo he hecho. Y seguro que tú también.

Póster pegado en la calle contra el capitalismo. Jean Carlo Emer / Unsplash
Póster pegado en la calle contra el capitalismo. Jean Carlo Emer / Unsplash

Para Jamie Margolin, fundadora del colectivo por el clima This is Zero Hour, «el objetivo del ecologismo es la justicia climática y esto tiene que ver con los derechos humanos, por lo tanto, está directamente relacionado con el hecho de que el coronavirus esté cebándose especialmente con los más pobres. Me parece que se cae en un cinismo peligroso si el ecologismo nos lleva a pensar: Bien, dejemos morir a las personas porque eso hará feliz al planeta. Es un planteamiento que no tiene sentido. El problema principal para el ecologismo es el capitalismo, el actual modelo industrial, las desigualdades y la injusticia social. No se puede celebrar que la pandemia nos haya confinado y que está muriendo gente porque es bueno para el planeta, no se puede celebrar el sufrimiento humano de ningún modo, eso es ecofascismo.»

En una entrevista concedida al blog Rebelión Feminista, Nia Huaytalla, activista indígena interseccional, denuncia que «un 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero está a cargo de 100 empresas conocidas por explotar al sur global tanto al ecosistema como a las personas.» A lo que añade: «No todes tienen la misma responsabilidad, y siempre son quienes menos emiten y dañan al medioambiente quienes sufren las peores consecuencias del cambio climático: los pueblos indígenas alrededor de todo el mundo. Un ejemplo de ecofascismo es que muches ambientalistas defienden que es necesario echar y desplazar a las comunidades indígenas de sus territorios para la extracción de minerales necesarios para una transición energética.»

Ecofascismo también es que demonices las mascarillas desechables, los guantes de goma, las toallitas desinfectantes o cualquier otro material sanitario de un solo uso que ayude a combatir el coronavirus solo porque tú, desde tu privilegio, tengas la opción de elegir productos más sustentables. Para millones de personas de escasos recursos, sin acceso a agua corriente, o que para subsistir necesitan desempeñar un trabajo precario donde las posibilidades de contagiarse se multiplican, no hay elección.

La verdadera conciencia ecológica nace cuando se pone a la justicia climática en el centro y se valora y defiende la vida de todos los seres, no solo la de unos pocos: se trata de luchar por un desarrollo colectivo y sostenible, de conectar lo medioambiental con lo social, de combatir, desde el antifascismo, la opresión a la que la plutocracia somete a la Tierra y a sus habitantes. De recobrar eso que llamamos humanidad. Pero, sobre todo, se trata de destruir el capitalismo. Porque el capitalismo es el virus.

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