Cuatro décadas de democracia atolondrada en el Ecuador pueden arrojar una conclusión lapidaria para propios y extraños: no hay salud mental en el ejercicio del poder, en consecuencia, somos una sociedad que requiere terapia colectiva, pues hemos abrazado en los extremos y al calor de la visceralidad de los “antis”, conductas enfermizas que repelen y ovacionan en un mismo acto al autoritarismo, aunque la faz de su interlocutor sea distinta.
Pero esto no es todo, parte de nuestra racionalidad está atravesada por una baja autoestima y un prolongado sentimiento de desvalorización, que nos ha transformado en acérrimos comensales de las migajas discursivas de los regímenes populistas de turno, tanto de izquierda como de derecha. Y, aunque nos cueste trabajo admitirlo, el Ecuador necesita un tratamiento de psiquiatría social y política que nos conduzca a los orígenes de la desobediencia histórica y el amor propio que dieron vida a esta nación, pues -a la luz de los hechos- el conformismo, la obediencia ciega y la resignación ciudadana nos hicieron presas fáciles de dirigentes políticos con personalidades desajustadas y conflictivas, que van desde odiadores confesos, neuróticos y resentidos sociales que intentan convertir al pueblo en súbdito de sus gobiernos o en simples masas de maniobra, gente instrumentalizada para corear el dictamen de los inquilinos del poder; hasta mozalbetes carrancudos y pendenciero que miran al “pueblo llano” como un accesorio de su propiedad, un fetiche con el que se regocijan por simple antojo.
¿Merecemos esto los ecuatorianos? ¿Es justo que el destino de nuestro país se lo disputen políticos y dirigentes patológicamente enfermos? Por supuesto que no, pero las rencillas políticas y las ambiciones desproporcionadas de pocos en detrimento de los anhelos de muchos han sido más que suficientes para dilapidar la dignidad, a tal punto que hoy -más que antes- seguimos hipersugestionados a la espera de que alguien -quien sea- conduzca el destino del país por el carril adecuado, sin darnos cuenta de que, casi por tradición, hemos hecho del consenso en el error un acierto. Cinco presidentes en ocho años, un gobernante que no concluyó su mandato, trece procesos de democracia directa de índole nacional convocados desde arriba y uno solo desde abajo, luchado hasta el cansancio por un colectivo ciudadano contra la soberbia e ignorancia del Estado en su componente electoral, son muestra más que suficiente de esta volatilidad emocional de las élites políticas y de nuestra sociedad.
Ante un escenario tan complicado como el actual, en donde el populismo es lo más cercano a una democracia de cariz inclusiva y los autoritarismos de izquierda y de derecha en sus formas partidarias usan las elecciones para encumbrar el odio como política de Estado de líderes con alma de “tecnocumbieros y mimos caudillistas”, ¿existe espacio para la esperanza y la buena política o debemos ser una sociedad condenada al sufrimiento masoquista y al conformismo? Si el deceso de una sociedad cuerda es su pérdida de esperanza, el gran desafío de los ecuatorianos es empezar a evaluar con sumo cuidado y prolijidad el peso de los argumentos de los políticos frente a la trama de irrealidades que entretejen cada dos o cuatro años para llegar al poder. Pero hay un hecho mayor, la sociedad en su conjunto no puede seguir asumiendo el papel exclusivo de víctima cuando en realidad ha sido cómplice y hasta victimaría de los constantes descalabros del país, al punto de implosionar -en más de una ocasión y con sus propios votos- la democracia.
¿Romperemos este ciclo de maltrato permanente para recuperar la autoestima social y política o seguiremos autodesvalorizándonos como pueblo al encumbrar a “mimos” y “tecnocumbieros” con alma de caudillos para que nos gobiernen?
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