Hay conductas execrables que tienden a naturalizarse. Es lo que ocurre con el acoso sexual. Con más frecuencia de lo que imaginamos, quienes lo ejercen y quienes lo padecen llegan a considerarlo un acto normal, parte de una lógica cultural que supuestamente nos condiciona como pueblo. Ni siquiera las agresiones sexuales provocan una reflexión sobre la gradación de este comportamiento social. Es como si los piropos y los femicidios fueran harina de diferentes costales.
Con la corrupción suele ocurrir algo similar. La coima al policía de tránsito o el billete para aceitar la mano de un funcionario público son hábitos cotidianos; el saqueo de los fondos públicos es un hábito extraordinario. Sin embargo, aunque ambos actos plantean el tema del beneficio, las percepciones colectivas difieren, sobre todo por las dimensiones implícitas.
Cuando salen a la luz pública los montos que circulan en los casos de corrupción política mucha gente debe sentirse inclina a caer en la tentación, porque los imaginarios posmodernos resaltan más el provecho que el perjuicio. A diferencia de los crímenes sexuales, donde las consecuencias son crudas y palpables, los actos de corrupción tienden a diluir sus impactos. Aparentemente, robarse el erario nacional no perjudica en forma directa a nadie. Lo que podría hacerse con ese dinero en beneficio de miles de personas queda como una abstracción. A cambio, los corruptos pueden apostarle a una vida llena de lujos y privilegios. Las evidencias afloran con cada escándalo develado.
En ese sentido, la corrupción termina integrándose al sistema. No es casual, entonces, que el código penal nunca considere los efectos indirectos que provocan los delitos de la corrupción. Por ejemplo, las muertes causadas por la devastación de los hospitales púbicos antes y durante la pandemia del Covid 19. Si los responsables llegan a ser juzgados, seguramente tendrán tiempo suficiente para salir a disfrutar de lo robado gracias a que las condenas son ínfimas en relación con el daño causado.
Las respuestas de la ciudadanía suelen oscilar entre la aceptación y la resignación. Todos roban, roba pero hace obras, no hay nada que hacer, son expresiones que denotan una especie de impotencia general frente a la complejidad y a las artimañas del sistema político. La naturalización de la corrupción es, probablemente, la renuncia más grave a nuestros derechos fundamentales.
Aparentemente, robarse el erario nacional no perjudica en forma directa a nadie. Lo que podría hacerse con ese dinero en beneficio de miles de personas queda como una abstracción.
En las próximas elecciones los ecuatorianos estamos frente a una oportunidad inédita en nuestra historial electoral: marcar un punto de inflexión castigando en las urnas a los corruptos, recuperando –al menos en la forma– nuestro derecho a la honestidad pública, rechazando la normalización de la corrupción. En 2021 se verá si, en efecto, la sociedad ecuatoriana incorpora en su imaginario referentes políticos nuevos y esperanzadores.
Es factible esperar esa respuesta. Por primera vez en nuestra agitada vida republicana la corrupción está considerada como un problema prioritario por la mayor parte de la población.
Octubre 7, 2020.
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