La izquierda internacional, en especial la que presume de cierta oficialidad, la tiene complicadísima a propósito del escenario electoral ecuatoriano. Después de haberse alineado con el populismo correísta durante una década sin el más mínimo pudor, hoy tendrá que hacer verdaderas acrobacias ideológicas para decantar sus posiciones. Porque a raíz del paro de octubre del año pasado, es imposible minimizar el peso del movimiento indígena. No solo en la confrontación interna, sino en la confrontación política global. La muletilla de los ponchos dorados con la que Correa legitimó su política racista en los cenáculos de esa izquierda ya no tiene sustento.
Frente a una candidatura de izquierda que puede crecer y alimentar la conformación de una tendencia con perspectivas históricas, se vería como una anomalía –por decir lo menos– negarle su respaldo por acatar orientaciones impuestas desde las viejas lógicas burocráticas. De cara a la candidatura de Yaku Pérez, el candidato del correísmo aparece como una opción completamente adaptada al sistema. Únicamente el pragmatismo más ramplón justificaría un apoyo a Andrés Arauz.
No obstante, siempre habrá gobiernos, partidos e intelectuales progresistas que justifiquen los proyectos populistas desde una habilidosa adaptación de la raison d’État. Según este enfoque, una agenda supuestamente superior y hegemónica obligaría a la subordinación estratégica de todos los proyectos de izquierda para alcanzar un objetico común. Por ejemplo, la necesidad de enfrentar al imperialismo yanqui, a las fuerzas geopolíticas que se oponen a la gran transformación social, al capital financiero transnacional.
La diferencia es que las santas sedes de la izquierda del pasado han sido derruidas por la dinámica de la historia. Ni el Partido Comunista ni la Academia de Ciencias de la extinta Unión Soviética (solo por nombrar las más encumbradas basílicas del pensamiento burocrático de izquierda) encontraron un sucedáneo luego de la implosión del socialismo real. Las órdenes que emanaban de Moscú, y que solían ser de estricto complimiento para todos los partidos comunistas del planeta, han cedido espacio a formas de relacionamiento menos eclesiásticas. No solo que la excomunión de los críticos y disidentes en inviable, sino que nadie, a estas alturas, les prestaría la menor atención. Los catecismos político-ideológicos son cosa del pasado.
En estas rupturas con las vetustas nomenklaturas, el tema de la cultura ha sido crucial. Eso explica que sean los movimientos indígenas los que más hayan trastocado estos esquemas políticos de la izquierda tradicional. En el fondo, se trata de disputas epistemológicas reales: la plurinacional versus la idea de nación monolítica; la defensa de la naturaleza versus el paradigma del progreso industrial; la diversidad étnica versus la uniformidad clasista. Si a esta disputa de paradigmas añadimos las múltiples agendas de los demás movimientos sociales (mujeres, ecologistas, jóvenes, minoría de orientación sexual), los esquemas de conducción política convencionales revientan. Tal como está ocurriendo en México con la confrontación entre el gobierno populista de AMLO y los zapatistas.
El dilema es dramático. Si la izquierda internacional opta por apoyar al candidato correísta desde la conveniencia pragmática, corre el riesgo de cometer un error irreparable. Como cuando apoyó obtusamente las invasiones soviéticas a los países de Europa del Este, que derivaron en el arraigado anticomunismo de esas sociedades. Si, por el contrario, apoya a Yaku, tendrá que reconocer que durante una década actuó por sectarismo y por reflejo antes que por razonamiento.
Noviembre 2, 2020
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