Huérfanos de jugadores rebeldes como seguimos estando, quienes reconocemos en el fútbol una manifestación fundamental de la cultura popular sujeta a un contexto socioeconómico del que no escapa, acogimos a Maradona como si fuera un revolucionario.
por Ignacio Pato
Era El Diego, o d10s, con esa familiaridad con la que nos queremos acercar a las alturas emparentándonos de pega con ellas. También intuyo que un poco meme para bastantes personas jóvenes. Fácil con una cámara apuntándote siempre, teniendo que ser tantas cosas a la vez. Porque puede que la vida de Maradona —corta, intensa y con un final no menos abrupto por muchas veces que fuera anticipado en reuniones informales o redacciones— estuviera marcada precisamente por lo que se esperaba de él desde pronto y en diferentes momentos concretos.
Su trayectoria puede ser también vista como una especie de cartografía del último medio siglo que excede a la persona. Ese mapa le lleva primero de Villa Fiorito a los Cebollitas, el equipo de Argentinos Juniors con el que ganó uno de los Juegos Nacionales Evita. Ese último nombre, el del otro icono nacional, llevaba el hospital de Lanús donde había nacido. Es por esa época que deja un vídeo en el que asegura que tiene dos sueños que en realidad eran el mismo: jugar el Mundial y ganarlo.
Cuando debuta en Primera, el matrimonio Perón ya no vive y en su lugar manda en el país la dictadura más sangrienta de América Latina. La de los militares y Maradona es una historia entretejida a voluntad, sobre todo, de la primera de las partes. Menotti le deja fuera de la convocatoria de Argentina’78, la Copa del Mundo que Videla levanta a menos de un kilómetro del centro de torturas de la ESMA, y la pregunta que se hace Maradona es “¿cómo se lo digo a mi padre?”. A partir de ahí, se da cuenta de que la bronca, el cabreo, ser contrariado, la rabia, le da combustible. Ese es un hambre que seguramente no saciaría jamás.
Con la mayoría de edad, a Diego le llega el turno de la colimba, acrónimo de “correr, limpiar y barrer” y nombre popular de la mili argentina. La del nuevo ídolo vestido de milico era una imagen que la dictadura no podía dejar escapar, pero más importante era dejarle la libertad de que fuera a Japón a ganar el Mundial Juvenil. Aquellos días de septiembre del 79, la Organización de Estados Americanos estaba en Buenos Aires investigando las violaciones de Derechos Humanos denunciadas por colectivos como el de las Madres de Plaza de Mayo. El gobierno no dejó que Maradona y sus compañeros se asomasen al balcón de La Casa Rosada a celebrar nada. El fútbol, sin tampoco total culpabilidad, volvía a echar un capote a quienes arrojaban cuerpos vivos al Río de La Plata. De la estrella se esperaba que, como hasta entonces, no se saliera de la foto.
Pero nada, ni siquiera el torturador Suárez Mason, conocido como “el carnicero del Olimpo” y dirigente de Argentinos Juniors, fue capaz de detener la carrera de Diego hacia un grande, Boca, y poco después hacia, esta vez sí, el primer Mundial. España’82 —jugado en mitad del trauma colectivo por la derrota en Malvinas y el destrozo de una generación de soldados, los nacidos en 1962 y 1963, casi coetáneos al “diez”— lo pasó prácticamente tirado en el césped, cosido a patadas de los rivales. Iba a ser duro en Europa, pero ese verano Maradona llegó a Barcelona. Se esperaba de él que levantase la autoestima de un equipo en depresión. “No creía ser tan importante”, dijo al aterrizar en El Prat.
Si la vida deportiva de Maradona fuera una serie, su etapa en Barcelona sería un capítulo de transición donde van ganando peso un par de tramas hasta ahora subterráneas que después cobrarán mayor importancia. El Diego se convierte, cerca de su representante Jorge Cyterszpiler, en una marca. Anuncia Coca-Cola, McDonald’s. El entourage, cuando ni siquiera se llamaba así la pléyade de personas que pululan con afectos y legitimidades dispares en torno a una persona famosa, carismática y millonaria, aumenta. El “clan Maradona”, lo llamaron. Casi nunca estaba solo.
Los entrenamientos con Menotti eran por la tarde en lugar de por la mañana. Se abren de par en par las posibilidades que brindaba para un chico de 21 años una ciudad como la Barcelona ochentera de vivas Ramblas, Ocañas, Nazarios, y también la de los reservados y los chalets en Pedralbes. Hubo destellos, claro, regates de escándalo o calentamientos de otra época, pero también enfrentamientos con Núñez, un tobillo roto y una noche, tal y como siempre mantuvo él mismo, en que probó la cocaína. Una sanción de meses —con una directiva nada dispuesta a defenderle por los rumores de sus salidas— por una batalla campal tras la final de Copa entre el Barça y el Athletic en su último partido fue el detonante final de su firma con el Nápoles.
El ventajismo dice que la historia de amor entre Maradona y la ciudad del Vesubio estaba casi escrita. Ambas partes carismáticas, desprolijas, exageradas, viscerales. Mágicas. Ya solo la fecha del 5 de julio de 1984 queda en el recuerdo de la afición napolitana, correspondiendo a su presentación. Llegaba tras una grave lesión y a un club que jamás había ganado unscudetto, pero que tenía una fortaleza simbólica latente: este sí, mucho más que aquel Barcelona incluso, podía ser el ejército en pantalón corto, quizá la guerrilla más bien, de un territorio económicamente sometido al tirón capitalista de otras latitudes. El sur de Italia por fin tenía bandera.
Para muchas de las gradas escoradas a la derecha, y para parte del aparato mediático del país, Nápoles representaba un motivo de cruel escarnio. Fue precisamente una pancarta dándoles la “bienvenida” a Italia lo primero que vieron Maradona y sus compañeros al llegar al primer partido en el estadio del Verona. Se fueron sucediendo cánticos xenófobos por varios campos hasta que desde el norte, desde Milán y desde Turín, vieron que aquello iba en serio. Pero la culminación tuvo que esperar a que Diego fuese a México a conquistar el mundo, primero tirando de un equipo al que la propia prensa argentina vaticinaba, y casi deseaba, un descalabro. La bronca por demostrar que los medios estaban equivocados y que aquella albiceleste sin grandes nombres podía salir del Azteca como campeona fue la gasofa que por el camino dejó el gol con la mano y el del barrilete cósmico a los ingleses.
Volvió a Nápoles, donde siguen diciendo hoy día que quien ama no olvida, y le ganó dos ligas a Berlusconi. Una de ellas con polémica arbitral a favor, que así escuece más a los poderosos acostumbrados a hacer ley de su voluntad. Pero, precisamente, con el paso del tiempo, que incluye su paso por Sevilla, Newell’s y Boca de nuevo, las suspensiones por distintos positivos, los intentos de establecerse como entrenador o declaraciones políticas quizá con más alma de manifiesto personal que de contribución a una transformación colectiva real, Maradona fue dibujándose como un símbolo intocable para un montón de aficionados al fútbol. Intentamos congelar la imagen en una gambeta, una celebración, un puño apretado, hicimos lema aquello que supo definir el escritor Roberto Fontanarrosa: “Qué importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía”. Evocábamos un tiempo perdido, la nostalgia de cuando era posible competir no con publicidad de casas de apuestas en el pecho, sino con la de salsas Buitoni o chocolatinas Mars.
Huérfanos de jugadores rebeldes como seguimos estando, quienes reconocemos en el fútbol una manifestación fundamental de la cultura popular sujeta a un contexto socioeconómico del que no escapa, acogimos a Diego como si fuera un revolucionario. Alguien que, al menos, parecía libre. Pero ni lo era ni lo fue, ni tampoco dejó de estar la mayoría de su vida en una posición privilegiada, a pesar de esa retórica transgresora que por momentos parecía que iba a acabar, qué menos, con la formación del sindicato de futbolistas definitivo que le diese la vuelta a este maravilloso juego secuestrado por el marketing, la falsa neutralidad, por el capital. Lo que se dice no es nunca más importante que lo que se hace. Por eso, obviar que, con el fogonazo que en nuestras cabezas siguen encendiendo esos goles, camisetas y fotos, convive la desmesura y egolatría de quien pudo usar su poder para no tratar bien, para tratar mal, para maltratar —hay que escribirlo si recordamos a sus compañeras denunciantes—, sería injusto. Con ellas, sobre todo, con quien a su lado haya podido sentirse mal. Pero también con él, por reducirle de manera condescendiente a objeto de consumo adaptado a nuestra comodidad. E injusto hasta con nosotros mismos por autoengañarnos.
Be the first to comment