Es cierto que la posmodernidad difuminó –aunque no logró borrar del todo– las fronteras ideológicas del mundo moderno. Entre el relativismo político y la mercantilización de la diversidad, el capitalismo ha creado un territorio de la mezcolanza donde se elaboran y reproducen los engendros más inimaginables. Un fundamentalista delirante como Donald Trump cuestionando la globalización; la ultraderecha española pregonando la libertad y la protección de los derechos; gobiernos que se autodefinen como de izquierda defendiendo agendas reaccionarias en temas de género, ambientales y étnicos. Y ahora, para completar el circo, las elites de la región alineadas con el fujimorismo al que combatieron rabiosamente durante tres décadas.
Por: Juan Cuvi.
Que la familia Vargas Llosa terminara patrocinando a Keiko Fujimori no era posible, hasta hace poco, ni en las más radicales fantasías. Pero ahí están, defendiendo una candidatura que tiene más antecedentes penales que un arranchador de mercado. Basta con recordar un par de discurso del premio Nobel de literatura, durante su contienda electoral con el capo del clan Fujimori, para provocar un cortocircuito en los razonamientos más elementales. De la diatriba implacable a la apología desmedida.
Si algo queda en evidencia es que, dentro de las lógicas liberales, los outsiders suelen ser alternativas programadas para mantener el statu quo. Es decir, para mantener la esencia del sistema. Alberto Fujimori posibilitó un refrescamiento del esquema de dominación durante diez años. Al margen de los berrinches de ciertos grupos de poder político que se sintieron marginados, el grueso de los sectores empresariales agradeció tanto el modelo económico aplicado como la eliminación de Sendero Luminoso. En compensación, pasaron por alto el andamiaje de corrupción que montó durante una década y que persiste hasta el día de hoy (no de otra forma se puede entender que su hija haya llegado a la segunda vuelta electoral por tres elecciones consecutivas).
Hoy, ante la amenaza de que este acuerdo tácito pueda verse afectado, la oligarquía del Perú –y por añadidura las de la región– pliega a la opción de Keiko sin detenerse ni un segundo a considerar las implicaciones éticas y legales de esta decisión. Ni siquiera se tapan la nariz; simplemente, miran para otro lado.
El problema es que al virar la mirada se topan de sopetón con esa realidad brutal que sígnica la pobreza y la exclusión de millones de peruanos que rechazan en las urnas el pacto de las élites. Probablemente Pedro Castillo no pueda ni quiera aplicar un régimen socialista en ese país; pero al menos busca poner límites a la discrecionalidad y al abuso de poder de los viejos grupos de poder y de la nueva casta surgida a la sombra del populismo. Esta es una posibilidad inadmisible para estos grupos privilegiados.
Preferimos la corrupción a la democracia es su nueva consigna.
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• Preferimos la corrupción está licenciada como CC BY 4.0
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