El municipio que obligó al Estado Colombiano a repensar su sistema económico

Por: Romano Paganini*

[dropcap]E[/dropcap]n Colombia los ciudadanos se oponen a la extracción de metales y de petróleo. A través de las consultas populares cuestionan un sistema económico que tiene su base en la Colonia. Visita a Pijao, un pequeño pueblo que llevó su lucha hasta la Corte Constitucional. 

Los buscadores de oro están bien informados cuando encaran con sus camionetas las curvas hacia Pijao, ubicado en el departamento de Quindío, al suroeste de Bogotá. En su equipaje traen un mapa detallado del valle y los números de teléfono de doce lugareños, que indicarán a los geólogos de la ciudad bogotana como llegar a los sitios marcados en el mapa.

Son lugares, donde Anglogold Ashanti (AGA) sospecha que existen grandes reservorios de oro. La empresa británica-sudafricana es la tercera más grande del mundo en explotaciones de oro y lo que quiere es saber, si en la tierra de Quindío realmente hay este tesoro.

Después de una infinidad de curvas, que suelen provocar vómitos en los niños del valle, a la altura del Mirador Café, hay una bajada donde los últimos kilómetros antes de llegar a Pijao no necesitan los frenos.  Este lugar queda un poco atrás de la calle principal en el Circo del Valle a 1700 metros sobre el nivel del mar.

Pijao tiene seis mil habitantes y está bordeado por plantaciones de café, bananas y árboles de aguacate recién sembrados. Su gente vive de la agricultura porque acá hay que ganarse la vida. Y por esa misma razón, los doce hombres de la vecindad dijeron: sí, cuando un representante del municipio los contactó.

Ellos querían ser guías en la expedición de Anglogold Ashanti. También Gonzalo Gómez*, un vacunador de vacas de Pijao, de cabeza pelada, manos grandes y fuertes, una mirada afilada y la alegría de un indignado, decía que sí. El hombre tiene alrededor de treinta años y necesita dinero urgentemente, no duda ni un segundo cuando lo llaman del municipio. Lo que podría pasar con su pueblo, si realmente se encuentra oro en la zona, no lo sabe. Gonzalo Gómez todavía no conoce el término megaminería. Todo eso pasó en el 2011.

Al mismo tiempo que Gonzalo Gómez y sus compañeros suben hacia las montañas, la antropóloga Mónica Flores, la alumna Estefanía Herrera y el estudiante Jairo Choa están meditando sobre sus trabajos y tareas. Los tres no saben que en este momento una docena de conciudadanos ponen en juego la existencia de toda una región. Y aún menos piensan que en pocos años van a iniciar un proyecto político que repercutirá en otros países de América Latina. El apoyo va a venir de una protagonista inesperada: la Corte Constitucional en Bogotá.

Camino a Pijao, ubicado al suroeste de Bogotá, se encuentran decenas de plantaciones de banano y cacao. Foto: Romano Paganini

Refugio para aves migratorias

En las afueras de Pijao, rumbo hacía los valles, el asfalto se convierte rápidamente en una pista de ripio y de allí en una especie de camino rural con piedras y pasto. Sin un 4 x 4 termina el viaje aquí mismo. Pijao tiene la misma superficie de Ibarra, ciudad ecuatoriana, su punto más bajo está a 1100msnm y el más alto a 3800.

Hace unos años atrás, el Foro Mundial para la Naturaleza investigó la flora y fauna del valle y encontró pumas de montaña, osos de anteojos, lobos, zorros, comadrejas y zarigüeyas. Por su clima templado también descansan allí las aves migratorias. En las coronas de los cedros, de los robles y de las palmas de cera, el árbol nacional de Colombia encuentra comida y un lugar de descanso antes de seguir el viaje. Los pocos habitantes humanos de la zona usan los árboles para la renovación de sus casas o para cocinar, ya que el acceso a otros recursos es difícil por la lejanía. Se vive de la cría de ganado y de la plantación de papas.

De repente, el terreno se empina y exige la amortiguación de la camioneta. “Y eso es sólo el principio, – dice Roberto Tejedor* (43) – y se agarra del andamio del Jeep. Más arriba solo se puede subir cuando está seco, sino el carro resbala”. También hoy resbalamos dos o tres veces, pero el chofer Francisco Sarango* (40), un amigo de la infancia de Roberto, conoce el territorio tan bien como el vacunador Gómez. Él lleva a los habitantes casi todos los días hacia Pijao en un tiempo de 45 a 60 minutos.

Durante los años noventa, Roberto y Francisco callejearon mucho tiempo en la zona. Con sus amigos descubrieron el bosque, acamparon en el Abra y pescaron en los arroyos y ríos. Pero al margen de los animales les esperaban otros peligros, ya que la guerra entre el gobierno central en Bogotá y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) también se extendió en las montañas y valles alrededor de Pijao.

La FARC aprovechó el territorio fragoso, el bosque con niebla y la lejanía del orden capitalista para esconderse. También, los paramilitares de la ultraderecha se mueven en la zona, a veces obligan a los choferes de Pijao, que pasan por casualidad por el mismo lugar, a llevar armas de una base a otra, cuenta Francisco Sarango.

Si se cruzan con un peaje del otro partido los ejecutan en el mismo sitio, sean las FARC o los paramilitares. “Varios de nuestros chóferes nunca volvieron de sus recorridos”, relata.

Esqueletos con joyas de oro

Media hora después llegamos a una zona alta, desde ahí se observa bien el valle que causo un interés particular en Anglogold Ashanti. “Ahí, atrás se quiso construir una mina, dice Francisco indicando con la mano”.  Mucho no se ve ese día, la niebla se colgó en los árboles, pero a quien ha visto una megamina de oro en imágenes o en fotografías satelitales y se fija en los valles mayormente vírgenes de Pijao, le queda claro: sería como la detonación de una bomba. “Yo trabajé tres años como chófer en el Choco”, dice el conductor y se pone serio. “Vi lo que significa una megamina para humanos y naturaleza. No quiero que eso se repita aquí”.

En el noroeste de Colombia, en la frontera con Panamá, se explota hace siglos minas de oro bajo condiciones nefastas. Parte de la vida cotidiana son niños muertos por haber tomado agua con cianuro o las minas clandestinas ocupadas por habitantes desesperados en busca de oro. Regularmente mueren por derrumbes inesperados. Casi ochenta por ciento de los habitantes del Chocó no tienen cubiertas sus necesidades básicas. “La riqueza que se saca de allí”, dice Francisco y prende el motor, “no se queda en la región, se lleva a otros países”. Por ejemplo, a Sudáfrica, Gran Bretaña  o Suiza. Un tercio de todo el oro colombiano llega al país de los Alpes.

La cantidad de oro acumulada en los suelos de Pijao no está clara, dice la autoridad departamental de Quindío, pero escribe en su informe de Impacto Ambiental 2012 que “las unidades de roca y el ambiente geológico en la cordillera central muestran una alta potencialidad de yacimientos de minerales metálicos asociados a cuerpos ígneos”.

Para la mayoría de los habitantes de la región no hay ninguna duda: bajo sus pies hay oro. Hace unos años atrás, cuentan Roberto y Francisco durante el regreso del viaje se descubrió una tumba en las afueras de Pijao, justo donde hoy se plantan arboles de aguacates para la exportación a Europa. Se encontró un esqueleto con joyas de oro, aparentemente una reliquia de tiempos previos a los colonos europeos.

Por lo tanto, no sorprende que el Ministerio Nacional de Minas y Energía de concesiones durante los últimos años  por un total del 80% de la superficie del departamento Quindío para la explotación minera. Veintitrés de los títulos mineros están en el municipio de Pijao, nueve de ellos en el páramo de Chili que se encuentra bajo protección.

Cuando los geólogos pasaron en el 2011 con sus camionetas por la zona, sabían, más o menos, lo que les estaba esperando. En ese momento, AGA Colombia ya había adquirido concesiones mineras en todo el país, equivalentes a más de un millón de hectáreas.

Pero: ¿Quién pudo llevar a los geólogos por los caminos intrincados y protegerlos de los pumas y los lobos? “Yo conozco a alguien”, dice Roberto Tejedor y tiene su Nokia 3210 en la mano. “Él te puede contar bien como fue en ese entonces”.

La locomotora minera colombiana

La antropóloga Mónica Flores y la joven Estefanía Herrera buscan preservar Pijao como alternativa turística y productiva opuesta a la empresa minera. Foto: Romano Paganini

Sobre concesiones y leyes mineras, Mónica Flores (50) investigó durante años, pero antes de contar sus conclusiones pone café en el fuego, casi un acto obligatorio en Pijao, no importa la hora. Los tres gatos la siguen en la cocina y piden comida sin maullar. Mónica se inclina y acaricia la cabeza rasguñada del macho. “Te peleaste de nuevo”, le dice y pone las tasas sobre la mesa inmensa del salón. Los abuelos de Mónica han tomado café aquí, en ese entonces el siglo pasado, antes que la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) definiera a Pijao como Paisaje Cultural Cafetero. La anfitriona se arrodilla en el banco y habla con el gato aleccionado.

Mónica, después de vivir largos años en Bogotá, Estados Unidos y Europa, volvió a mitad de los años cero a su lugar de nacimiento y abrió un alojamiento boutique en Pijao. Cocina omeletts con ají a sus huéspedes y solo quiere una cosa: que la gente esté bien en el pueblo. Como promotora de Citta-Slow, una organización italiana cuyo objetivo es una vida más lenta y relacionada con la naturaleza, tuvo  claro desde el primer momento: una megamina no tiene lugar acá. Ella se enteró en el 2008, todavía trabajando como concejal, y por casualidad, de las concesiones en el Quindío.

La locomotora minera, empujada por Álvaro Uribe, presidente colombiano en ese entonces (2002-2010), agarró viaje, pues la demanda de materia prima fue enorme. En diez años el número de concesiones mineras saltó de 3000 a 9500; de los 114 millones de hectáreas de tierra firme que constituye Colombia casi un tercio fue, en el 2013, prevista para minería.

Durante el mandato de Uribe no sólo se aflojaron los estándares ambientales para sacar materia prima, sino que también bajaron los impuestos para su explotación. Como consecuencia: empresas transnacionales mandaron a sus equipos de perforación a Colombia con dinamita, latas de cianuro y mercurio, indispensables para la explotación minera industrial.

Mónica empezó a juntar información sobre AGA. Se enteró de las intrigas entre la empresa y los rebeldes en el Congo, las contaminaciones en Ghana, conoce los juegos que esconden para conseguir las concesiones y el cambio de nombres de empresas en Colombia, y por supuesto, sabe de la situación en la ciudad vecina de Cajamarca.

En la mina La Colosa AGA presume reservas de oro por más de 30 millones de onzas. Según la minera, son las reservas de oro más grandes del planeta. La cresta de la montaña, donde el trabajo de exploración termina en el año 2019, llega hasta el Quindío. Y cuando el gobierno en Bogotá declaró Cajamarca juntos con Pijao y otros municipios en la región, como distritos mineros, algo quedó claro para Mónica Flores: no importa cuánto oro, plata o nicle estén en el municipio, si Pijao no se defiende podría desaparecer en breve del mapa.

Los geólogos y sus secretos 

Parecido a un toro, Gonzalo Gómez está sentado en una de las mesitas de aluminio, bajo unas sombrillas, con su gorra hasta la nariz. Es mediodía y el café en la plaza municipal de Pijao, frente a la iglesia y el municipio, se llena rápido. Pedimos café y entramos, en su interior está más tranquilo. Apenas se sentó el vacunador, vuelve a la posición de combate. Aparentemente está esperando solo una cosa: la primera pregunta.

¿Cuál fue exactamente tu tarea para Anglogold Ashanti? 

“Lo primero que se hizo fue una muestra de sedimento en todo el municipio, también en parte de Génova, Buenavista, Córdoba, Calarca y Salento. Después, hicimos una perforación de doce a quince metros cerca de acá. Los geólogos encontraron ceniza volcánica. Ellos traían su propio mapa y nosotros les mostrábamos como llegar a los puntos marcados. Los geólogos seguían más o menos el ramal de La Colosa en Cajamarca, pero mantenían esas informaciones con mucho cuidado. Como herramientas tuvimos solo una palita de jardinero de plástico y un tamiz para lavar las pruebas del suelo que ellos se llevaron. Todas las pruebas que se tomaron allí fueron superficiales”.

La exploración por Quindío pasó por cuatro etapas de veintiún días. Los hombres de Bogotá trataron a los hombres de Pijao con mucha gentileza. Ellos saben muy bien lo que está en juego, ya que se trata de mucha más plata de lo que puedan cobrar los doce ayudantes del campo. Les brindaron alojamiento, comida y cinco millones doscientos mil pesos colombianos. En otras palabras: un poco más de 2500 dólares por 84 días de trabajo, más de tres veces el sueldo básico de ese momento. El dinero fue transferido a las cuentas bancarias de los ayudantes.

¿Hubo dinero entre el municipio y AngloGold Ashanti para facilitar que la empresa pueda recorrer el territorio de Pijao?

“No se sabe”, responde Gonzalo Gómez. “Pero aparentemente la empresa estaba en reuniones con concejales y ellos no tenían nada en contra. El municipio hizo el contacto conmigo”.

La humanidad y los metales

Mónica Flores trae una pila de papeles desde la oficina y lo pone en la mesa de madera. Huelen a leyes y reglamentos. “Aquí no se puede construir una mina así no más”, dice y sorbe con la nariz. Como si lo quisiera confirmar acústicamente. Manosea en la pila de papeles, buscando la sentencia del 2016.

La lista de las razones por las cuales la explotación minera es un tema controvertido, es larga y vale para todo el planeta: contaminaciones múltiples del ambiente, intoxicación y muerte de flora y fauna, división y expulsión de comunidades locales y riqueza que no queda en la zona ni en el país. Además, dice Mónica, “¿Quién consume todos estos metales? Son los países de América del Norte y de Europa, que necesitarían al menos un planeta más para mantener su estilo de vida. Ellos exigen a pueblos como Pijao contaminar su tierra y su gente como si fuese lo más normal del mundo”. Su vista se pierde en el jardín. Vuelve a sorber la nariz y pregunta: “¿Existe la minería responsable?”

En Abya Yala –así fue llamada América antes de 1492– se extraían metales mucho antes de la llegada de los europeos. Como elementos clave no se usó mercurio ni cianuro, sino agua o fuego. En hornos de piedra y bajo mucho calor se separaban los metales de las piedras, un proceso mucho más lento que con los métodos industriales y químicos de hoy en día. 1500 años antes del nacimiento de Cristo, así dice el museo de oro en Bogotá, se recolectaba oro y cobre, usados por los caciques y chamanes en sus ritos religiosos.

El Museo de Oro es un cubo de cemento austero en el centro de Bogotá y pertenece al Banco de la República de Colombia. En su interior, el ambiente se presenta moderno y hasta noble, los objetos están pulidos y los visitantes son numerosos. Admiran la artesanía y los símbolos religiosos de culturas que en la América colonial ya no tenían razón de existir. Como hoy en día ninguna duda de ese hecho deja el vídeo que se muestra sin fin en una sala oscura dentro del museo.

“La vida moderna”, dice una voz del off, “es posible gracias a que conocemos los metales y sabemos cómo usarlos. Estos soportan nuestros edificios y puentes, nos permiten volar, navegar y desplazarnos, sustentan la producción industrial y el comercio. Con los metales medimos el tiempo, hacemos movimientos, rendimos cultos. Producimos arte y hacemos la guerra. (…) La historia de la humanidad de los últimos 9000 años es la historia de los metales. Con ellos hemos construido el mundo en el que vivimos”.

La voz en off suena un poco como Margareth Thatcher y su monólogo There is no alternative. Al final del corto la voz termina con una frase llamativa. Se refiere al uso espiritual de metales por los poderosos de la era precolombina: “Los objetos espirituales y simbólicos comunicaban una visión del mundo que compartía toda la sociedad”.

Toda la sociedad, eso suena a mucha gente. Contemplando la digitalización de nuestras sociedades del siglo 21, cuya expansión no hubiese sido posible sin la materia prima como oro, cobre o litio, es permitida la pregunta: ¿Será posible que la influencia de un Iphone o una computadora en nuestra existencia sea mucho más grande de lo que suponemos? ¿Se convirtieron en objetos o símbolos espirituales?

La oposición del pueblo crece

Sea como sea: la industria extractivista con empresas como AGA, Glencore (Suiza) o BHP Billinton (Inglaterra/Australia), cuyos nombres ocupan los primeros puestos de las listas de los críticos al capitalismo, ya no pueden hacer lo que les pinta, ni en este lado de la orilla ni en la otra. Al menos en los medios de comunicación europeos el tema de la extracción de recursos en países del sur llegó a la agenda política y de a poco se va instalando en la conciencia de la sociedad. Jóvenes alemanes ocupan minas de carbón y exigen su cierre.

En Inglaterra están los municipios que se convierten en transition-towns, apuestan a la economía local y por lo tanto disminuyen la dependencia del mercado global y sus materias primas. Y en Suiza, que por sus bajos impuestos es uno de los lugares preferidos para las empresas transnacionales, crece de a poco la conciencia sobre las consecuencias que causa la industria al planeta. El plebiscito con el nombre Konzernverantwortungsinitiative, por ejemplo, exige que las empresas con sede en Suiza posean reglas vinculantes en sus prácticas para cumplir estándares sociales y ambientales. Algo parecido inició Francia.

Y también en América Latina el pueblo se está defendiendo más y más a través de consultas populares. Desde el comienzo del milenio hubo alrededor de cien consultas relacionadas con minas metálicas. En casi todos los casos los votantes dijeron que no; en Costa Rica y El Salvador se prohibió la extracción minera por completo. En Mendoza, una provincia al oeste de Argentina, se prohibió el uso de químicos tóxicos para sacar metales.

En cambio, en países como Colombia, el gobierno no sólo trata de disimular los resultados de las consultas populares. Simplemente no las reconoce. La razón es obvia: hace siglos la economía del país se basa en la extracción de materia prima, independientemente lo que piense el pueblo. En esa cuenta no se considera la intoxicación de los ecosistemas, la expulsión de indígenas, la militarización de la zona y la extinción de especies enteras. Para satisfacer los mercados internacionales y a sus consumidores –la mayoría de la materia prima va a la exportación– las empresas no dudan en matar a los que se oponen a esa lógica.

Después de Brasil e Indonesia, Colombia es el país con más activistas ambientales asesinados en el mundo. La Organización de Naciones Unidas (ONU) manifestó, en un informe reciente, su preocupación por esta situación refiriéndose especialmente a los líderes indígenas, campesinos y afro colombianos, es decir, los grupos étnicos más afectados por la industria extractivista.

De vuelta hacia sus raíces

Unas de las razones por las cuales Mónica Flores volvió a su lugar de origen es la urbanización veloz en los grandes centros, que avanza en un ritmo abismal. Vio el mundo afuera de Pijao y llegó a la conclusión de que su pueblo es un buen lugar para vivir. Escribió un libro sobre la arquitectura local, ofrece cursos en ecología social y organizó caminatas públicas con ornitólogos que indican los nombres y comportamientos de las aves del valle. Quiso que sus vecinos vean lo que ella vio: el agua cristalina de los ríos, la tierra fértil, la biodiversidad. “Y paso a paso los habitantes volvieron a reconocer su riqueza y a valorarla”, dice Mónica.

Los niños dibujaron la diversidad en la vereda, los cafeteros plantaron un café especial y generaron puestos de trabajo, los apicultores empezaron a producir miel orgánica, las caseras cocinaron mermeladas con frutas de la región y con Citta-Slow llegaron también turistas de otros continentes. Nacieron alojamientos familiares como el de Mónica Flores.

Hace diez años nadie quería ir a Pijao, por las casas que parecían derrumbarse en cualquier momento y porque durante la noche existían esquinas en el pueblo por las cuales mejor no pasar. El lugar se convirtió en un pueblo pintoresco que tiene el carisma de un pueblito en la Toscana, Italia. Sin ese cambio cultural, dice Mónica Flores, la gente no hubiese tomado dimensión de la megaminería y la discusión pública que se dio a partir de 2013 no se hubiese dado. Los ciudadanos se juntaron en ese entonces y decidieron de organizar una consulta popular. Quisieron defender la riqueza local.

Lo que suena fácil terminó en el 2016 en la Corte Constitucional. “Aquí está”, dice Mónica Flores y pone la sentencia de 118 páginas sobre la mesa.

La nena curiosa de al alado

Cuando la nueva Constitución entró en vigencia en 1991, unas de las constituciones más avanzadas en el continente respecto a la participación política y el derecho a la auto determinación territorial, Estefanía Herrera ni siquiera  estaba planeada. Pero hoy en día, veintisiete años después, la chica de 18 años hace uso de ella y dice frases como: “Gracias a la posibilidad de la participación política hoy en día ya los niños están informados sobre las consecuencias de la megaminería”.

Estefanía está de visita en la casa de Mónica Flores, como tantas otras veces durante los últimos años. Sentada en la mesa de madera, frente a una taza vacía de café, mira atentamente a través de sus anteojos cuadriculares. Describe de forma detallada lo que pasó en Pijao antes de la consulta de julio del 2017: las charlas con los vecinos, los eventos informativos en la escuela, la visita de los campesinos en los valles y por supuesto las discusiones con los que estaban a favor de una producción megaminera. “Dios mío”, dice y menea la cabeza, “Pensaron realmente que la mina trae trabajo y progreso y que se van a hacer ricos”. A ellos les respondió: “donde están parados hoy en día, ya no van a poder estar”. Porque como el oro no se puede comer tampoco se puede tomar el agua con mercurio.

Como la mayoría de los habitantes de Pijao, también la familia de Estefanía vive de la agricultura. El padre planta bananos y su tía tiene una finca. Durante su infancia sembró lechugas y calabazas, jugó con los animales, pero también observó cómo su papá fumiga con pesticidas sintéticos. A su vez, su vecina Mónica la invitó desde temprana edad a formaciones y charlas. Tema principal: el medio ambiente. Además, cosechan juntas tomates orgánicos y observan a los colibríes que se nutren de los geranios. Mónica, que no tiene hijos de repente es mamá y Estefanía, la nena curiosa de la vecindad quiere saber lo que significa consulta popular.

Generar confianza después de la guerra

La alumna se da cuenta rápido de la diferencia entre teoría y práctica. Antes de la consulta habló con los pijaenses, y aunque dice las cosas francamente, no le tienen confianza. “Una y otra vez tuvimos que explicar que no tenemos nada que ver con el gobierno y que somos del mismo pueblo”, dice Estefanía. Inseguros por la guerra civil de más que cincuenta años, inclusive un ataque armado en el 2001 de las FARC, se necesita mucha empatía para que los vecinos de Pijao se abran y hablen con un desconocido sobre sus necesidades. En última instancia, Estefanía habla de la sentencia de la Corte Constitucional. Dice entre otras cosas: “La Constitución Política establece que es obligación del Estado no solo conservar y proteger los recursos naturales, sino también prevenir y controlar los factores de deterioro ambiental, imponer las sanciones legales y exigir la reparación de los daños causados”.

La Corte Constitucional creó con su sentencia en 2016 un precedente y provocó una ola de consultas populares en el país. Solo el año pasado hubo nueve consultas relacionadas con proyectos extractivistas. Más que cincuenta municipios quieren hacer lo mismo porque en su sentencia la Corte Constitucional afirma que los gobiernos regionales y locales pueden hacer consultas y provocar una prohibición de grandes proyectos de minería o petróleo. Llama la atención ya que cuestiona estructuras sociales y económicas que nacieron durante la Colonia. El poder judicial de Colombia da más importancia a la opinión pública que a la industria extractiva. Para América Latina, donde las leyes muchas veces solo existen en los papeles, es una gran excepción.

La espía de la capital

Encrespado por las múltiples consultas populares, el ministerio de Minas y Energía en Bogotá envió unas semanas antes de la consulta en Pijao, a una joven empleada hacía el valle, aparentemente para ver cómo está la onda en el pueblo. Pero no solo por eso. “Fue al mediodía, yo justo estaba comprando un pollo cuando ella me empezó a hablar”, se acuerda Jairo Choa (28) y todavía no lo puede creer.

El joven concejal, vestido con jeans, barba de cuatro días y gel en el pelo, pertenece al  ala derecha del Concejo Municipal. Comparte ideas del ex presidente Álvaro Uribe, pero de ninguna manera la política extractiva de Colombia. En parte por su abuelo, quien trabajaba la tierra en los cerros de Pijao y su nieto, que se crio con él, quería un día sobre tomar su finca. Pero al Jairo adolescente se le cruzó la realidad: los precios bajos, el trabajo duro y un estudio en el horizonte. Dejó la herencia familiar y estudió en la capital del Departamento la carrera de cómo se administran negocios internacionales.

Pero si viene alguien cuestionando la agricultura, como ahora lo hace la señorita de Bogotá, se defiende con lo que tiene a su alcance. Igual, al final estuvo menos brusco de lo que pensó en su momento. “Venite”, le dice, “te muestro las bellezas de nuestro municipio, los campos y ríos y montañas y valles. ¡Te vas a enamorar!”

La enviada del ministerio rechazó la invitación y Jairo embaló su pollo. “¿Qué vamos a dejar a las próximas generaciones?”, preguntó. “¿Una herencia de destrucción? Claro, tenemos acá en el municipio un problema de drogas, pero si construimos una megamina eso implica una destrucción total, tanto para el ambiente como para nuestra sociedad”.

Se calla la señorita y el monólogo del activista ambiental de la derecha terminó.

Antes de la consulta hubo una fiesta

Jairo Choa está dentro del comité para la consulta y se junta regularmente con Mónica Flores y la joven Estefanía. Los promotores de la consulta tejen una red: por un lado, con otros comités en el país y por otro, se conectan con Marcha Carnaval, un grupo diverso de músicos y activistas, “para la defensa del territorio”. Marcha Carnaval nació hace once años, cuando AGA empezó a trabajar en Cajamarca. Se formaron sindicatos, comunidades indígenas, campesinos, estudiantes y profesores e hicieron durante las coloridas manifestaciones lo mismo que Mónica Flores en Pijao: fortalecer pacíficamente la cultura del lugar. Durante la Marcha en Ibagué 2017, la capital del Departamento donde AGA está explorando La Colosa,  participó una sexta parte de la población.

Hoy en día la Marcha Carnaval está funcionando en 35 ciudades del país. Y si es necesario los organizadores también viajan a municipios potencialmente afectados como Pijao. Sienten que su apoyo es necesario. Y gente alegre con tambores en el pecho generan más confianza que uniformados con armas.

Docenas de activistas llegan los días antes de la consulta a Pijao, reparten folletos, visitan escuelas, viajan con Jairo Choa y Estefanía a las fincas más lejanas y tamborean a través de las calles angostas del pueblo. El asunto serio se convierte en una fiesta popular. Mónica, de izquierda, está parada al lado de Jairo Choa, de derecha, y los dos saben: en este momento no se trata de Uribe, ni de su persecutor Juan Manuel Santos, ni de la locomotora. Se trata de la defensa del territorio y por lo tanto de la propia existencia. Aquí no importa cuales son las alianzas políticas.

Bogotá, molestando hasta el último momento

Mural que invita a votar por el no en la consulta popular sobre minería en la zona de Pijao. Foto: Romano Paganini

En el día de la consulta llegan camionetas a la plaza municipal. La administración de Quindío las mandó gratis para que los ciudadanos del campo pueden viajar hasta las urnas. Tanto Roberto Tejedor como Francisco Sarango están trabajando. Y también el vacunador Gonzalo Gómez está en la calle. Seis años después de haberle mostrado a AGA el camino por los valles quiere poner un No en la urna. “Yo no tenía ni idea lo que podría significar una megamina para el pueblo”, cuenta al final de nuestra conversación”. Se habla de ganancias grandes como en Perú o Chile, pero al final no queda nada para nosotros. Por el politiqueo la plata queda a los que están sentados allí arriba”.

Temprano se demostró que la consulta iba a favor de los que no quieren una mina. Pero tenían que alcanzar una participación de al menos 33 por ciento. Sino la consulta no tiene valor. Y Bogotá metió sus dedos hasta el último momento. En el día de la consulta, cuenta Jairo Choa durante el segundo café, faltaba infraestructura como mesas o urnas. Algo que nunca falla cuando hay elecciones nacionales. “Además apareció un funcionario del Ministerio del Interior que nos exigió abandonar el lugar. Incluso me amenazó con denunciarme por hacer ‘propaganda’ como concejal en el mismo día de la consulta”. El funcionario vino acompañado por un comandante de policía que también presionó a Jairo Choa y a su equipo. “Por suerte estaba también el presidente de la provincia de Quindío”, dice Jairo. “Él nos respaldó y nos decía que solo teníamos que seguir”.

Al final participó un 44 por ciento del pueblo y un 97 por ciento puso un No en las urnas. Decisivos fueron los votos de la generación mayor y de la gente del campo. Los jóvenes, así suponen los promotores, no pudieron dimensionar lo que hubiese implicado un Sí. Además: muchos de ellos  quieren irse de Pijao lo antes posible…

El gobierno sigue poniendo piedras en el camino

Llegó la noche a Pijao y los cafés en la plaza municipal de a poco se van vaciando. Mónica Flores cierra un poco la puerta hacía su jardín. “A la noche el aire refresca”, dice y envuelve su cuello con una bufanda. Los gatos se fueron, el macho probablemente volvió a pelearse en algún lugar de la vecindad. En la mesa de madera todavía está la pila de papeles que documenta la historia de Pijao de los últimos años. Estadísticas, diagramas, leyes, mapas, tabularios de Excel, sentencias, fotos. Y de alguna manera esa imagen con Mónica Flores en primer plano, la luchadora que ha vuelto a los Andes colombianos con sus pumas, osos de anteojos y lobos, en alguna manera esa imagen hace acordar a una película de Hollywood con un final feliz.

¿Eso fue todo?

Obviamente que no.

Los funcionarios de Bogotá ya están trabajando en una reforma sobre las leyes con el objetivo de complicar las consultas populares que tengan que ver con proyectos extractivos. En Córdoba, municipio vecino de Pijao, quisieron organizar una consulta popular en noviembre, pero no se pudo por una falta de apoyo financiero de parte del Estado. Pero no solo eso:   el Ministerio de Energía y Minas tuteló al Tribunal de Quindío por haber aprobado la consulta popular en Córdoba, es decir, el baile con el poder central sigue. Tanto como el politiqueo.

Pero gracias a las consultas populares de los últimos meses se formó una red de solidaridad en todo el país que no va a ser fácil romper. “Si el gobierno sigue poniendo piedras en el camino”, dice Mónica Flores, “el pueblo se va a la calle”. Se durmió profundamente, pero la locomotora minera despertó a la gente. “Vamos a defender la tierra”.

*Nombres cambiados

* Periodista independiente y vive entre el Atlántico y el Pacífico. Recién publicó su primer libro titulado “Manos de la Transición – Relatos para empoderarnos” (Apuntes para la Ciudadanía, Quito/Diciembre 2017).

Ese artículo  nació también gracias a las investigaciones de Kristina Dietz (GLOCON), FU Berlin. 

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